lunes, 14 de septiembre de 2009

Parga

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El corto desvío que conduce desde la carretera principal hasta Parga es, desde todos los puntos de vista, digno de ser recorrido. Un mar increíblemente azul bate los pies del alto acantilado dibujando pequeñas ensenadas sobre las que se forman estrechas playas de fina arena. Más allá de los promontorios rocosos, pequeños islotes en forma de "panes de azúcar" salpican la tranquilas aguas de cambiantes colores y dan al conjunto un aspecto de ensueño. Los pinos se cuelgan de las laderas de los farallones, y las flores, especialmente las buganvillas, salpican de verde y rojo las paredes encaladas de las casas. El sol, reverberando en las aguas que rodean los islotes, completa la magia del lugar.
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La turística ciudad de Parga, colocada en anfiteatro alrededor de su pequeño puerto, está separada de las bahías colindantes por dos escarpados promontorios. Tras éstos se extienden dos magníficas playas, una a cada lado, y a las que, por sólo quinientas dracmas, se puede llegar en las barcas que de continuo hacen el recorrido de ida y vuelta. En una de estas playas, la de Lichnos, hay un agradable cámping en el que nos instalamos. Por lo demás, Parga es una villa de calles empinadas y estrechas, arracimadas alrededor del puerto y llenas de tiendas de recuerdos. Numerosos turistas, especialmente alemanes, callejean despreocupados y regatean con cada uno de los vendedores con los que van encontrándose; luego, llegada una cierta hora, como de mutuo acuerdo, todos parecen encaminarse hacia el puerto en donde se agrupan las numerosas terrazas y tabernas de pescado. Comer allí es un auténtico placer (desde luego, más visual que gastronómico) y los precios son relativamente bajos.

Las playas de Parga están menos saturadas que, digamos, las españolas, y también están menos urbanizadas. Sin embargo, es posible disfrutar de numerosas atracciones y a precios muy asequibles. Practicar el esquí náutico o alquilar una moto acuática no suponen mucho dinero, y hacer un recorrido en cualquiera de los numerosos artefactos inflables y arrastrados a gran velocidad por potentes barcas, con las correspondientes caídas y chapuzones, tampoco arruinan a nadie. Es incluso posible tener un emocionante bautismo aéreo volando en un parapente que, arrastrado por una lancha motorizada, sube hasta las alturas para, de vez en cuando y a voluntad del piloto, descender y darnos el correspondiente remojón. Y, por supuesto, también están las actividades submarinas que permiten disfrutar de unas aguas limpias y unos fondos increíbles, iluminados por ondulantes pinceladas de luz.

Disfrutamos de la playa de Lichnos, de sus aguas y de sus atracciones, y disfrutamos también de alguna de sus inquietantes excursiones en barca a las fronteras del más allá, a ese punto donde las aguas del Aqueronte parecen brotar del mismo infierno (Dice Jenofonte: y llegamos a orillas del Aqueronte, por donde, según se dice, bajó Heracles contra el perro Cerbero por un antro que todavía se muestra allí y que tiene más de dos estadios de profundidad...); y llegado el momento de irnos, abandonamos Parga con tristeza. Quizá desde España, a la hora de planificar el viaje, no supimos valorar su encanto y ahora lamentamos no disponer de más tiempo. Pensamos volver algún día, claro, aunque, al recordar la distancia que nos separa, nos invade el pesimismo. Sea como sea, Parga quedará en nuestra memoria como un lejano rincón feliz en el que aún perdura la magia y el misterio.

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