domingo, 27 de junio de 2010

Olimpia: Pélope y Enomao

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El estadio de Olimpia en la actualidad

El estadio de Olimpia nunca dispuso de asientos, los espectadores debían permanecer de pie en los taludes laterales durante el tiempo de desarrollo de las pruebas. Hoy, los espectadores somos únicamente turistas y podemos permanecer tumbados sobre el césped reseco durante horas, y observar las descuidadas pistas en las que grupos de curiosos han sustituido a los atletas: unos se fotografían, otros ensayan cortas carreras, los más permanecen en silencio. El inagotable Helios inicia una nueva ascensión hasta lo alto de la bóveda celeste, y quien más quien menos busca alguna sombra con que guarecerse de su cálido brillo. En nuestro caso, es un pino joven, de copa rechoncha y pequeña, el que nos alivia del calor; otros, más previsores, vinieron provistos de las correspondientes sombrillas y se guarecen a voluntad. Pero, previsores o no, todos sufrimos por igual este olímpico calor estival.

Desde aquí arriba, desde la sombra de este maravilloso pino situado en la ladera del monte Cronión, se ve todo el recinto olímpico. Y es un espectáculo observar a los grupos organizados que, avanzando de árbol en árbol, de sombra en sombra, van deteniéndose para comentar las viejas leyendas, los antiguos mitos. Nosotros, tumbados bajo nuestra propia sombra, lo observamos todo: gente y piedras, árboles y muros, columnas y pasillos. Es todo un perfecto desorden. Si el misterio fallara, estaríamos ante una vulgar cantera: sillares y más sillares, todo por el suelo. Pero, no; el misterio está ahí, se siente, se palpa. Y cuando la mirada se eleva por encima de las ruinas y se fija en la amplia y fértil llanura que nos separa del Alfeo reaparece la belleza; pero sigue el misterio, la magia, como si algo emanara del interior de la tierra y nos embriagara suavemente. Olimpia es, sin duda, un lugar sagrado.
 
Y volvemos la vista hacia el estadio que el tórrido calor va dejando vacío, y, más allá, sobre el sitio que ocupó el mítico hipódromo hoy inexistente. Los rayos de luz reverberan sobre la cálida tierra y la imaginación se pierde en el tiempo. He ahí, pensamos, el Mármax, el Excita-caballos, el espíritu de Mirtilo. Nos imaginamos a Hipodamía bajo su tenue peplo...
 
Pélope e Hipodamia
 
Como ya sabemos, Pélope, el hijo de Tántalo, había sido cocinado por su padre y servido a los dioses como plato suculento. Pero, salvo Deméter que se comió la paletilla izquierda, los dioses descubrieron qué tipo de carne se les servía y rehusaron tal banquete. Es más, Zeus, encolerizado por el hecho, castigó duramente a Tántalo y decidió resucitar a Pélope, para lo que, mágicamente, coció de nuevo los trozos en una caldera de regeneración, y el muchacho revivió sumamente embellecido. Esta divinal belleza hizo que Poseidón lo tomara por amante, de lo que, pasados los años, se aprovechó Pélope.

Y es que Pélope, cuando se hizo mayor, acabó por enamorarse de Hipodamía, la hija del rey Enomao que gobernaba en esta zona de Pelasgia. Pero, quizá porque un oráculo le había advertido que su yerno lo mataría, lo cierto es que Enomao no deseaba que su hija contrajera matrimonio. Así que, para evitar su casamiento, tuvo la tétrica idea de desafiar a los posibles pretendientes a una carrera de carros en el hipódromo de Olimpia: si el pretendiente vencía obtendría a su hija, pero, si no era así y quien vencía era Enomao, el pretendiente tendría que morir. Por supuesto que Enomao no era tonto: él tenía un tiro de caballos, hijos del Viento del Norte, que Ares le había regalado y que eran absolutamente invencibles. Por otra parte, su carro era conducido por Mirtilo, hijo de Hermes, un auriga tan invencible como los propios caballos. No es, pues, de extrañar que Enomao hubiera vencido ya a doce pretendientes cuyas cabezas decoraban macabramente las puertas del palacio real.

Ante lo arriesgado de la misión, Pélope recurrió a Poseidón, su antiguo amante, y le pidió ayuda. No podía fallarle el dios, y no le falló, pues le envió un carro alado, hecho de oro, que podía correr por encima de las olas sin mojarse y del cual tiraba un tronco de caballos alados, incansables e inmortales. Claro que, aún así, Pélope no las tenía todas consigo y, después de pensar mucho en ello, concluyó que una cierta ayuda por parte de Mirtilo tampoco le vendría mal. Para conseguir esa colaboración, y sabiendo que Mirtilo estaba silenciosamente enamorado de Hipodamía, le prometió que si conseguía la victoria, y por tanto la muchacha, le dejaría pasar la noche de bodas con ella.

Mirtilo, que no había podido resistir la oferta, preparó cuidadosamente el carro de Enomao, si bien, simulando engrasarlo, sustituyó las cuñas de sujeción de las ruedas por cera de abeja con la esperanza de que al calentarse el eje con el rozamiento se derritiera ésta y, dejando salir la rueda, provocara un accidente. Y así fue: poco después de comenzar la carrera, en la primera curva, la rueda exterior se salió como Mirtilo había previsto, el carro se rompió y, aunque el auriga pudo salvarse saltando del mismo, Enomao quedó enredado en los restos y murió arrastrado por los caballos. Pero antes de morir tuvo tiempo de maldecir a Mirtilo por su traición y de rogar a los dioses que le hicieran morir a manos de Pélope.

Terminada la prueba con el triunfo del pretendiente, Mirtilo reclamó su derecho a pasar esa primera noche con Hipodamía a lo que Pélope no dijo nada. Mas, horas más tarde, cuando ambos abandonaban Olimpia en compañía de la muchacha recién conquistada, en un momento en que Mirtilo estaba distraído, Pélope propinó una fuerte patada al hijo de Hermes y lo lanzó por un alto precipicio causándole la muerte. Así se cumplió la maldición de Enomao y comenzó otra, pues Mirtilo, antes de morir y ser convertido en la constelación del Auriga por su padre Hermes, maldijo a Pélope y a toda su descendencia.

Pélope, después de ser purificado del asesinato cometido, ocupó el trono de Elide dejado vacante por Enomao y, por su valor, su buen juicio y su riqueza fue envidiado en toda Grecia hasta tal punto que, por mutuo acuerdo, la gente comenzó a llamar Peloponeso a estas tierras que antes se llamaron Pelasgia.
 

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