viernes, 18 de febrero de 2011

Las Strofades, residencia de las Arpías

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Las islas Strofades
Según Virgilio, los griegos denominan Strofades a unas islas del vasto mar Jónico, donde habitan la cruel Celeno y las otras arpías: Nicotoe y Podarge.

La idea que los griegos tenían sobre las arpías fue evolucionando con el tiempo, pasando de ser espíritus semejantes a los vientos que arrastraban a las almas de los muertos (Hesíodo y Homero) a ser seres concretos que se materializan en una cabeza de mujer con un cuerpo de ave y que son capaces de raptar no sólo almas sino también niños pequeños.

En uno de los pasajes más conocidos del viaje de los Argonautas, las arpías aparecen atormentando al adivino tracio Fineo, un ciego a quien devoran parte de su comida y le ensucian el resto con sus apestosos excrementos. Los Argonuatas llegan allí en busca de consejo, y Fineo les exige que le liberen de tales demonios alados si quieren su ayuda. Jasón, el capitán del Argos, encarga entonces a Zetes y Calais, los hijos alados de Boreas, el Viento del Norte, la tarea de expulsar a las arpías. Los dos hermanos las persiguen incansablemente por todo el mar Mediterráneo hasta que, finalmente, en las llamadas islas Giratorias (Strofadas) llegan a un pacto con ellas: las dejarán vivir con la condición de que no vuelvan a molestar al ciego Fineo.

Una generación más tarde, una tormenta desvía de su ruta al teucro Eneas, cuando navegaba hacia su tierra prometida, y lo trae hasta estas islas Giratorias. Y aquí se encuentra a las arpías. Dice Virgilio:

Jamás salieron de las aguas estigias, suscitados por la cólera de los dioses, monstruos más tristes ni peste más repugnante; tienen cuerpo de pájaro con cara de virgen, expelen un fetidísimo excremento, sus manos son agudas garras, y llevan siempre el rostro descolorido de hambre...

Los teucros de Eneas habían realizado los sacrificios de rigor y se disponían a comer cuando estos seres repugnantes, ya diosas, ya crueles e inmundas aves, atacaron y ensuciaron sus alimentos. Volvieron a poner nuevos alimentos y, por segunda vez, fueron objeto de similar ataque de las arpías, y las provocaciones hubieran continuado si Eneas no encarga a sus soldados que, espada en mano, las persiguieran. Al ver la resolución de los troyanos, Nicotoe y Podarge huyen, mas Celeno se queda y, dirigiéndose a Eneas, le vaticina que antes de conseguir asentarse en su nueva ciudad habrán de pasar tal hambre que llegarán a comer la madera de las propias mesas...
 
(La batalla de Navarino’, de Iván Aivazóvski)
Estamos al lado de la bahía de Navarino, donde en 1827 tuvo lugar la
famosa batalla contra la armada turca.

viernes, 4 de febrero de 2011

De camino hacia las tierras de Néstor Nelida

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La hora de la siesta en Olimpia

Comimos en Olimpia y salimos hacia el Sur, por Krestena, hacia la carretera litoral. Hacía calor y estábamos cansados, y la carretera, estrecha, monótona y sin acercarse al mar lo suficiente como para disfrutar de su vista, se alargaba en demasía. De vez en cuando alguna playa solitaria llamaba nuestra atención, pero nuestro deseo de llegar a Pilos antes de anochecer nos animaba a seguir. Plátanos, pinos, algún que otro olivo y, de vez en cuando, algunas vides. A la izquierda, hacia Andritsena y Karitena, se yerguen altivas las arcaicas montañas arcadias; aquí un pueblo, una granja, un asno rodeado de gallinas; allí una caleta, y luego un río.

- Es el Neda -comenta Fernando que hace de copiloto.
- ¡Ah, el famoso Neda!. Luego ese monte que se ve a lo lejos será el Liceo, el lugar de nacimiento de Zeus.
Voy a parar un rato para remojarnos en las aguas que lavaron al Zeus recién nacido.

Dicen que Rhea, huyendo de su marido, dio a luz a su tercer hijo en plena noche ahí en el monte Liceo. Luego lo bañó en estas transparentes aguas del Neda y se lo entregó a Gea, la Madre Tierra, quien, para protegerlo de los voraces deseos de su padre Cronos, se lo llevó a Creta y lo escondió en la cueva Dictea (ver Efira).

Pero la parada es muy pequeña porque sólo hemos recorrido la mitad del camino y la tarde avanza más de prisa que nosotros. Fernando toma nuevamente el mapa.

- Nos faltan veinte kilómetros hasta Kiparisia y luego unos cuarenta hasta donde está el palacio de Néstor.

La carretera es, al menos, llana. El Sol se va alejando por nuestra izquierda hacia el lejano Oeste y el tráfico es escaso, escaso pero, ¡qué manera de conducir! Pensemos en otra cosa.

- Pablo, ¿jugamos a las cartas? -propone Fernando.
- Mira, Kiparisia... Vaya birria, ¡y con lo qui parisía!
- Ja, Ja. ¡Qué chispa...!
- ¿Tú eres idiota o qué?
- Dejaros de peleas. Pablo, ¿cómo se llaman esas islas que están ahí enfrente de Kiparisia?
- Ah, espera..., ya lo tengo: son las Estrófades.