domingo, 11 de abril de 2010

El jabalí de Calidón

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La caza del jabalí. Sarcófago romano.

De las ciudades míticas, Calidón fue una de las más conocidas e importantes. Pero hoy, de Calidón no queda nada, sólo un nombre perdido, entre otros miles, en los mapas de carreteras detallados; en los otros, ni eso. Y si embargo, por aquí pasaron muchos, muchos héroes helenos.

Calidón, la famosa ciudad etolia, debe su nombre a Calidón, el hijo de Etolo, quien había conquistado estas tierras al vencer a los brutales dorios. Entre sus descendientes se encuentra Eneo quien se hizo tristemente famoso al olvidarse de hacer los sacrificios debidos a la diosa Artemisa y enviar ésta, como castigo, un terrible jabalí que arrasaba las tierras y diezmaba los rebaños. La situación se hizo insostenible por lo que Eneo despachó heraldos a todas las partes de Grecia para que invitaran a lo guerreros más valientes a una cacería singular que pudiera librarles del gigantesco animal.


Entre los héroes que respondieron a la invitación destacaban los hermanos Cástor y Polideuces de Esparta; Teseo de Atenas; Jasón el Argonauta de Yolco; Néstor Nelida de Pilos; Ificles, el hermano de Heracles, de Tebas; Peleo, el padre de Aquiles, de Ftia; Anfiarao de Argos; Telamón, padre de Ayax el grande, de Salamina; Ceneo de Magnesia; los hermanos Idas y Linceo de Mesenia y Anceo de Arcadia. A ellos se les sumó la casta Atalanta, la de los pies rápidos, criada por una osa en un monte próximo a Calidón, y Meleagro, hijo del propio Eneo. La caza prometía ser difícil y reñida dadas las rivalidades existentes entre los distintos participantes y el descontento de los hombres por tener que competir con una mujer, y así fue.

El jabalí apareció de improviso y, sin tiempo para reaccionar, mató a dos de los cazadores y arremetió tan fuerte contra los demás que el valiente Néstor hubo de huir cobardemente subiéndose a un árbol. Los cazadores fueron arrojando sus lanzas sin éxito salvo Ificles que, al menos, consiguió rozar a la fiera. Tuvo que ser Atalanta, para disgusto de los varones, la que hiriera al animal con una flecha certera... pero éstos despreciaron la acción por considerar el uso del arco como propio de cobardes. Sin embargo, como la fiera ya estaba herida, Meleagro consiguió traspasarla con su lanza llevándose todos los honores...

Pero lo cierto era que, durante la cacería, Meleagro se había enamorado de Atalanta por lo que desolló el jabalí y le ofreció la piel a ella diciendo: tú ya habías herido al animal y si lo hubiéramos dejado solo pronto habría muerto. Esto irritó a los presentes y especialmente a dos de sus tíos, hermanos de su madre, quienes, al renunciar Meleagro, se creían con derecho a los honores. La confrontación fue inevitable y, tras una cruenta batalla entre los partidarios de uno y otros, los hermanos de Altea (la madre de Meleagro) cayeron muertos por la espada de su sobrino.

              Meleagro
Tiempo atrás, cuando Meleagro era aún pequeño, las Parcas se aparecieron a su madre Altea, la hermana de Leda, y le informaron que su hijo sólo viviría hasta que acabara de consumirse el último de los tizones que ardían en su hogar. En cuanto supo esto, tomó el mayor de los tizones, lo apagó con agua y lo ocultó para que, al no poder consumirse, la vida de su hijo no corriera peligro. Pero, ahora, después de la muerte de sus dos hermanos, Altea estaba furiosa y, aconsejada por las Furias, tomó el tizón que mantenía escondido y lo arrojó al fuego para que acabara de consumirse. Cuando esto hubo ocurrido, Meleagro sintió que se le quemaban las entrañas y se quedó sin fuerzas, de modo que sus enemigos lo vencieron fácilmente y lo mataron. Su madre, avergonzada por lo que había hecho, se ahorcó, y Atalanta, vuelta a su casa, hubo de enfrentarse con las pretensiones de su padre Yaso para que tomara marido...

Yaso había abandonado a su hija Atalanta, nada más nacer ésta, en un monte próximo, con la pretensión de que muriera, pues él deseaba fervientemente tener un varón. Pero Artemisa protegió a la pequeña y envió una osa que la amamantó y cuidó. Ahora Atalanta regresaba a la casa paterna con la esperanza de reconciliarse, mas su padre, en cuanto la reconoció, se dirigió a ella y le exigió que tomara marido a lo que Atalanta se opuso por fidelidad a Artemisa. Ante la insistencia de su padre, y deseando no enemistarse más con él, decidió aceptar la propuesta con la condición de que todo pretendiente se enfrentara previamente con ella en una carrera pedestre y caso de vencer, ella aceptaría tomarlo como marido, pero, si vencía ella, él debería morir para pagar su osadía. Yaso aceptó la condición impuesta por su hija, y muchos fueron los adalides que pagaron con sus vidas el atrevimiento de enfrentarse a la de los pies ligeros, tantos que la noticia alcanzó los lugares más recónditos de Grecia llegando, incluso, a la remota Arcadia.

El arcadio Melanión, hijo de Anfidamante, pretendía también a la veloz hija de Yaso, mas, informado de la suerte de los que le habían precedido, decidió encomendarse a Afrodita, diosa a la que solía molestar la insolencia de quienes renunciaban voluntariamente al matrimonio. Y acertó, pues la diosa le escuchó con muestras de reprobar la negativa de Atalanta a tomar marido y, cuando él hubo terminado de hablar, ella tomó tres manzanas de oro y le dijo:

- Toma, y acepta el desafío. Luego, durante la carrera, deja caer una tras otra las manzanas porque Atalanta, mujer al fin, no podrá resistirse a su belleza y se detendrá a recogerlas. Esa es tu oportunidad para vencer.

Atalanta recogiendo las manzanas

Así lo hizo Melanión y, con tal estratagema, alcanzó la victoria. Pero la boda no les proporcionó la felicidad pues Artemisa, dolida por la infidelidad de Atalanta, les indujo a acostarse en el recinto de un templo dedicado al padre Zeus y éste, iracundo por tal profanación, convirtió a ambos en una pareja de leones.

El puente Rio Antirrio

El repaso a los héroes calidonianos hizo que el recorrido hasta Antirrío se nos hiciera corto, muy corto. Así que el pequeño puerto del que parten los ferrys que hacen el transbordo hasta el Peloponeso se apareció ante nosotros por sorpresa y, sin darnos siquiera cuenta, estábamos inmersos en la enorme marabunta que se forma en Grecia a la hora de subir a cualquier barco. De todas partes llegaban vehículos que, al tener que ponerse en una sola fila, organizaban el correspondiente desorden. Por si fuera poco, mientras unos intentaban dar la vuelta a sus coches, para, entrando marcha atrás, poder luego salir con facilidad, otros avanzaba ansiosos impidiendo a los primeros completar su tarea. Es necesaria una buena dosis de paciencia para conseguir embarcar aunque, después de los numerosos insultos, todo el mundo sonríe de forma relajada. Y si el agua de las discusiones no llega al río, digamos que nosotros sí, nosotros en un santiamén pasamos de Antirrío a Río y, con bastante menos follón que al embarque, tomamos tierra en el Peloponeso.

martes, 16 de febrero de 2010

Héroes solidarios: Lordhos Vironos

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Lord Byron en Missolonghi, por Theodoros Vryzakis

Messolongi es una ciudad fea. Se podrían decir más cosas de ella pero ninguna la convertiría en destino turístico. Y sin embargo, a Messolongi vienen turistas: son, somos, los buscadores de recuerdos, aquellos que venimos sólo porque sabemos que aquí murió un escritor que entregó románticamente su vida por un ideal, ese fue Byron.

En Enero de 1824, procedente de Leucade, llegó aquí el insigne poeta con la idea de liderar el movimiento independentista y reconvertir Grecia en lo que había sido, una tierra de hombres libres y sabios. Los numerosos grupúsculos, más de bandoleros que de soldados, formaban lo que debería ser su tropa: unos 5000 hombres. Entre ellos no había camaradería sino rivalidad, ni había disciplina sino un individualismo rebelde que hacía ingente la tarea de formar un ejército con tales materiales. Pero Byron, inasequible al desaliento, se aplicó a ello con todas sus fuerzas. Meses de paciente entrenamiento, de continuo suministro de dinero a unos jefecillos que pedían más y más, de gestiones para conseguir ayudas militares y económicas acabaron con su salud. Y Byron parecía enojado, incluso algo decepcionado:

Cuando renazcan con sus virtudes los austeros espartanos,
cuando surja de Tebas otro Epaminondas,
cuando Atenas pueda citar de nuevo corazones dignos de sus antiguos héroes,
cuando las mujeres griegas den a luz hombres,
entonces, y sólo entonces, Grecia será libre...
Lord Byron. Peregrinaje de Childe Harold.

Pero unas fiebres oportunas le permitieron, un buen día, hacer su mayor aportación a la causa de la independencia griega: ¡morirse! Byron había entregado su fortuna y su vida por una Grecia libre. La noticia llegó a las distintos grupos de filohelenos existentes en los países europeos como un aldabonazo a sus conciencias. La opinión pública se movilizó y, dos años más tarde, cuando Messolongi volvió a caer en manos turcas, las armadas de las tres potencias militares del momento (Rusia, Gran Bretaña y Francia ) se acercaron al Peloponeso. Como la pólvora estaba cargada, una chispa insignificante provocó la batalla de Navarino y la flota turca fue exterminada. El camino para la liberación quedaba expedito.

Probablemente Byron no hubiera sido un buen comandante militar o, al menos, eso cabe deducir de su falta de formación; tampoco era fácil llevar a sus desarrapados a la victoria, pero, con su muerte, lo consiguió todo. Nunca una muerte supuso tal victoria. Hoy, en toda ciudad griega, la calle principal tiene un nombre conocido: Vironos, Lordhos Vironos, el nombre de Byron helenizado.

sábado, 30 de enero de 2010

Héroes solidarios: El manco de Lepanto

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El domingo 7 de Octubre de 1571 tuvo lugar el enfrentamiento entre las armadas turca y cristiana en el golfo de Patras, frente a la punta Escrofa y no lejos de la isla Oxia ni de la desembocadura del Aqueloo. Las tropas aliadas, provenientes de Cefalonia, avanzaban al encuentro de las musulmanas que, muy de mañana, habían partido de Naupakto (la medieval Lepanto), y esperaban en orden de combate.

Mandaba las 209 naves de la escuadra cristiana Don Juán de Austria, un mozo de veinticuatro años, guapo, apuesto, de ojos azules, y tan atlético que podía nadar con la armadura puesta(1). Don Juán, a pesar de la edad, ya tenía cierto prestigio militar, pues había participado en la reciente guerra de las Alpujarras donde había combatido valientemente. No obstante, el Rey Prudente, haciendo honor a tal apelativo, puso a su lado a militares de gran prestigio como Luis de Requesens o Alvaro de Bazán. En frente, y con viento a favor, la escuadra de Selim II a cuyo mando estaba el famoso Alí Pachá, con sus 275 naves, sus 750 cañones y sus 34.000 jenízaros. Según el propio Cervantes todas las naciones creían que los turcos eran invencibles por la mar.

No, como vimos, no nos fue fácil llegar a la punta Escrofa (es más, ni siquiera estamos muy seguros de haber llegado finalmente a esa o a otra punta...) pues no existe más que un estrecho y difícil camino que lleva hacia el mar. Pero, una vez allí, cuando contemplas el rizado mar azul y te imaginas aquel siete de Octubre, sientes que ha valido la pena.

Mariló toma su permanente vídeo y Pablo, en plan locutor televisivo, se coloca delante del inmenso telón azul marino y se prepara para contarnos la batalla. Carraspea, ensaya un par de veces y recibe los últimos consejos. Al fin, todo listo y... ¡acción!

Detrás de mi está el llamado golfo de Lepanto, que también podría llamarse golfo de Patrás. La armada aliada había salido muy temprano de Cefalonia y, con viento en contra, apareció por allí, por mi izquierda. La armada turca se había aprovisionado en Lepanto y, a favor de viento, apareció por allí, por mi derecha, encontrándose por sorpresa con los cristianos. Ambos ejércitos formaban de manera parecida: tres cuerpos principales alineados y enfrentados, y un cuerpo de reserva. Los aliados incorporaban también unas pesadas galeazas que eran como fortalezas flotantes llenas de cañones pero totalmente inmanejables: tenían la ventaja de poder disparar en cualquier dirección y su misión principal era la de romper el orden de batalla de la escuadra enemiga.


Serían las diez de la mañana cuando ambas escuadras se avistaron. El ala Norte turca, la más próxima a nosotros, se desplazó aquí, hacia la costa y, ayudada por el viento a favor, intentó colarse por esta zona de poco calado con el fin de envolver a los cristianos. Pero Barbariego, que mandaba el ala, reaccionó con prontitud y les bloqueó el paso, quedando los turcos inmovilizados frente a la costa. A su vez, el ala Sur turca intentó un movimiento simétrico al realizado por el ala Norte y con la misma finalidad. También el resultado fue el mismo: el ala cristiana mandada por Andrea Doria hizo un movimiento equivalente y cortó el paso al ala Sur turca. A su vez, en el centro, las galeazas, impulsadas por un viento que ahora había rolado al Sudoeste, pronto se cruzaron con los navíos turcos sin producirles demasiados daños pero obligándoles a descomponer el orden de combate. Finalmente, los dos cuerpos centrales, mandados respectivamente por Don Juán de Austria y Alí Pachá, se encontraron sin que, en principio, existiera una clara superioridad de uno u otro bando.

Fue hacia las once de la mañana cuando la escuadra cristiana de reserva, mandada por Álvaro de Bazán, entra en apoyo del ala central y comienzan a decidir la batalla. Mientras, el ala Sur, cumplida su misión de impedir que los turcos hicieran la maniobra de envolvimiento, se aproximaron también hacia el centro. Hacia las doce la suerte de la batalla parecía decidida: el ala Norte y parte de las naves centrales turcas se daban media vuelta y huían mientras el resto, en una buena maniobra, logran cruzarse con las aliadas y huir hacia el Oeste, por allí, hacia Cefalonia. Era poco más de mediodía y todo había terminado...

En la batalla de Lepanto participó el genio de las letras Don Miguel de Cervantes, quedando inútil de su mano izquierda (¡menos mal que fue la izquierda!). El día de la batalla yacía en la enfermería aquejado de malaria, pero, a la hora del combate, subió valientemente a cubierta diciendo que más quería morir peleando por Dios e por su rey que no meterse so cubierta. Dos arcabuzazos le hirieron en el pecho y en su mano izquierda, dejándosela inútil y encogida, herida que puede parecer fea, pero que él tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos(2).


Y regresamos a la carretera secundaria que, por Etolikón (un bello pueblo medieval con algo de turismo), debía llevarnos a una ciudad anodina pero convertida en símbolo de la independencia helena. Por el camino, los comentarios, los análisis y, otra vez, los consejos:

- Sí, te salió muy bien. Pero tienes que corregir lo de girarte al señalar: cuando miras hacia otro lado no puedo gravar el sonido, sólo puedes mirar cuando no estás hablando....
- Pues hazlo tú, ya que lo haces tan bien...
- No, hombre no, no es eso. Lo haces muy bien, pero todo se puede mejorar...
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1.- Grandes batallas. Juán Eslava Galán. Planeta.
2.- Cita tomada de Grandes batallas. Juán Eslava Galán. Planeta.

domingo, 10 de enero de 2010

El Aqueloo

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El río Aqueloo aparece ante nosotros de forma inesperada. Un moderno puente de hormigón armado sobrevuela el amplio cauce de aguas turbias y nos traslada al otro lado, a la provincia de Acarnania. Allí, junto a la orilla, nos detenemos para observar el tranquilo discurrir de este poderoso dios-río, para sentir su imponente majestuosidad y para transportarnos a aquellos tiempos en que la imaginación popular le hacía centro de numerosos mitos.


Como parece lógico, aunque no haya coincidencia entre las distintas versiones existentes, el dios-río Aqueloo debía ser hijo de Océano y de Tetis, y era famoso y temido en toda Grecia hasta el punto de que el oráculo de Dodona recomendaba a todas sus visitantes que realizaran la primera ofrenda siempre a ese dios. Y, ciertamente, en todas partes se juraba en su nombre. Sus aventuras fueron numerosas, pero, dada nuestra proximidad a Calidón, nos detendremos sólo en la que le relaciona con Deyanira, la hija de Eneo, el rey de la localidad citada.


El rapto de Deyanira, de Guido Reni

Deyanira debía ser muy hermosa por lo que Aqueloo no tardó en enamorarse de ella. Sin embargo, Meleagro (véase más adelante), el fallecido hermano de la muchacha, con ocasión de la visita de Heracles al Erebo, había pedido a éste que desposara a su hermana, y el héroe se había comprometido a ello. Así que la lucha entre los dos pretendientes era inevitable. Inevitable y terrible: Aqueloo se transformó sucesivamente en serpiente y en toro, pero, ni así consiguió vencer al hijo de Alcmena. Es más, en un momento de la lucha, Heracles le asió de uno de los cuernos y se lo arrancó de cuajo. Al final, el dios-río tuvo que abandonar sus pretensiones sobre Deyanira y la joven pudo casarse con Heracles lo que, como es sabido (véase "Así combatiremos a la sombra"), causó la trágica muerte del héroe.

Y dicen, aunque quizá no sea verdad, que el cuerno de Aqueloo, relleno de toda clase de frutos por las ninfas del río, se convirtió en la famosa cornucopia o cuerno de la abundancia. Pero, decíamos que no debía ser verdad porque la auténtica cornucopia parece haber sido el cuerno de la cabra Amaltea, la que amamantó al Zeus niño, y no éste del río Aqueloo.


Y cuando terminamos la historia, vieja como el mundo, del triángulo amoroso entre Deyanira y sus dos pretendientes (que acabó, como era de esperar, con el enfrentamiento entre los dos enamorados), todavía nos entretenemos un rato bajo los umbrosos chopos de la orilla, charlando y recordando a los héroes míticos que conquistaron esta tierra.
 
Alcmeón, uno de los epígonos que participaron en la toma de la ciudad de Tebas, había matado a su madre Erifile por haberle embaucado para que tomara parte en aquella cruel expedición (Alcmeón se enteró de que su madre le convenció tras haber sido sobornada con el famoso collar que había sido de Harmonía. Véase Cadmo y Harmonía, en Tebas). Como consecuencia del matricidio, fue perseguido por las Erinias y tuvo que huir hasta Psófide donde el rey Fegeo le purificó. En agradecimiento, Alcmeón se casó con su hija Arsínoe a quien regaló el célebre collar. Pero las Erinias continuaron persiguiéndolo, por lo que, abandonando Psófide, huyó hasta Tesprotia; y como allí fue rechazado tuvo que cruzar el Aqueloo para establecerse aquí, en su orilla oriental, en Acarnania. Luego se casó con Calírroe, hermana de las ninfas Castalia (véase la fuente Castalia en Delfos) y Pirene (véase la fuente Pirene en Corinto), todas ellas hijas de Aqueloo, el dios-río.

Pero, a petición de su nueva esposa Calírroe, Alcmeón pretendió recuperar de su anterior mujer el insigne collar; ello molestó a Fegeo quien, con la ayuda de sus hijos, mató a Alcmeón. Calírroe, ahora sola y con dos hijos pequeños (llamados Acarnán y Anfótero) y deseando vengar la muerte de su marido, pidió a Zeus que los niños se hicieran adultos en una sola noche. El padre de los dioses, después de aprovechar la ocasión para hacerse amante de la solitaria ninfa, accedió a su deseo, y los niños se hicieron mayores de inmediato, declararon la guerra a Fegeo y mataron tanto a él como a sus descendientes.


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Años más tarde, Acarnán, el heredero de Alcmeón, deseando casarse con Hipodamía, la hija de Enomao, acudió a Pisa como pretendiente, y allí, al parecer, fue muerto por Enómao en una de sus sanguinarias carreras de carros (véase, más adelante, Pélope y Enomao). Pero, estas tierras bañadas por el Aqueloo todavía conservan el nombre de Acarnania en recuerdo del héroe.

El puente sobre el Aqueloo está a unos pocos kilómetros de su desembocadura. Nosotros, queriendo acercarnos a la costa, tomamos el primer desvío que salía hacia la derecha, pero no llevaba a ninguna parte. Luego tomamos el segundo, y el tercero... ¡Cuántos esfuerzos para acercarnos de nuevo a la costa! Una y otra vez debíamos reandar lo andado, pues el camino se acababa o se volvía intransitable o retornaba al punto de partida. Pero queríamos llegar, teníamos que llegar a la punta Escrofa, a ese punto desde el que divisar las onduladas aguas sobre la que se desarrolló la mayor batalla que vieron los siglos.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Frente a la isla de Cefalonia

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----------Céfalo, Procris y Lelaps

Cefalonia es la mayor de las islas Jónicas. Para los españoles tiene una cierta importancia histórica pues los venecianos recuperaron esta isla de los turcos con la ayuda de tropas españolas mandadas por el capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, y años más tarde, la armada de la Santa Alianza se cobijó en sus puertos antes de salir camino de Lepanto. Cefalonia debe su nombre a Céfalo, un ateniense metido en líos.

Céfalo estaba casado con Procris, hija del ateniense Erecteo; pero Eos, la de los rosáceos dedos, se había enamorado de él y, puesto que no le correspondía, recurrió a una estratagema. Un buen día se acercó a Céfalo y le dijo que su mujer estaría dispuesta a engañarlo. Dado que él no lo creía así, discutieron, y entonces Eos le sugirió que lo comprobara.

- ¿Cómo? -le preguntó Céfalo.
- Muy sencillo, yo te metamorfosearé en otra persona de forma que ella no pueda reconocerte y te daré esta corona -dijo mostrándole una corona de oro- para que ofreciéndosela a cambio de su amor puedas comprobarlo todo por ti mismo.

Entonces Céfalo dudó, y ante la duda acabó por aceptar la prueba que, como Eos había predicho, resultó positiva. Céfalo, despechado por lo ocurrido, accedió a los requerimientos de la diosa. Pero cuando Procris supo que su marido la había abandonado por su culpa, sintió una profunda vergüenza y huyó de Atenas dirigiéndose a Creta.
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------ Céfalo y Eos

Procris debía ser muy atractiva pues, en cuanto llegó a la isla, Minos, su rey, se enamoró de ella y le ofreció su protección. Es más, sabiendo lo aficionada que era a la caza, le ofreció a su maravilloso perro Lelaps a cambio, lógicamente, de su amor. Y Procris se lo pensó, pero sucumbió: ¡le gustaba tanto el perro...! Claro que sabía lo que se comentaba del maleficio lanzado por Pasifae contra Minos, y de las terribles consecuencias para la mujer que se acostara con él (su semen no era sino una inmundicia llena de serpientes, escorpiones y ciempiés) pero..., ¡el can era precioso! No fue fácil, aunque, finalmente, después de administrar a Minos una potente bebida profiláctica, pudo complacerlo y... obtener su regalo.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que la joven se acordara de su marido Céfalo, tal vez porque seguía amándolo, tal vez porque quería huir de Creta ante el temor que tenía a las malas artes de Pasifae. Volvió, pues, a Atenas. Y un buen día, participando con su perro Lelaps en una cacería en la que también participaba Céfalo, éste la alcanzó involuntariamente con una flecha mal dirigida y la mató. El Areópago juzgó el caso y condenó a Céfalo a destierro perpetuo. Céfalo se fue a Tebas donde colaboró con Anfitrión (el marido de Alcmena, la madre de Heracles) en la guerra que éste mantenía con los telebeos. La guerra acabó en victoria y, en el reparto de los territorios conquistados, correspondió a Céfalo esta bella isla que aún lleva su nombre: Cefalonia.

Después de comer retornamos a la carretera y seguimos el camino que por Paleokatuna lleva hasta las riberas del gran río Aqueloo. Allí nos detenemos un rato y dedicamos un último recuerdo a esta impersonal provincia de Etolia.

Endimión era un joven pastor de gran belleza del cual, un buen día, se enamoró Selene. Juntos yacieron en una profunda cueva perdida en los montes de Elide donde, para poder contemplarlo con comodidad, Selene consiguió de Zeus que Endimión se quedara perpetuamente dormido.
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Endimión y Selene

Pero antes de quedarse placentera y eternamente dormido en el monte Latmos, Endimión había tenido cuatro hijos con su esposa Hiperipa. Estos cuatro hijos, deseando conseguir el trono de Elide, participaron en una carrera de carros, la primera carrera de carros celebrada por los helenos para elegir un nuevo rey. Epeo, el hermano pequeño, resultó vencedor de la carrera, y Etolo, el mayor, se llevó la peor parte pues, como en aquella época los espectadores aún no sabían que debían apartarse de la pista durante la competición, el carro de Etolo atropelló involuntariamente a la hija de Foroneo (1) causándole la muerte.

Ante tal circunstancia, Etolo huyó precipitadamente, cruzó el canal de Corinto y llegó a estas tierras entonces pobladas por los brutales descendientes de Doro. Después de las consiguientes luchas, Etolo logró conquistar el territorio que ahora, en su honor, se llama Etolia o Etolía.
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1.- Foroneo fue, según algunos mitos, el primer hombre, creado de barro por Prometeo. Según otra versión, sería hijo del dios río Inaco.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Frente a Ítaka, la isla de Odiseo

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Helena, que había subido con Príamo a la alta muralla troyana, va explicando a su nuevo suegro quién es quién entre los combatientes aqueos. Pregunta el rey:

- Y dime ahora, hija querida, quién es aquél, más bajo que Agamenón Atrida pero más ancho de espaldas y de pecho. Ha dejado las armas en el suelo y recorre las filas enemigas como un carnero que atravesara un gran rebaño de cándidas ovejas.
- Aquél es el hijo de Laertes -respondióle Helena, hija de Zeus-, el ingenioso Odiseo, que se crió en la áspera Ítaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes consejos"... (1)
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Odiseo y Nausícaa. Valentin Serov. Tretyakov Gallery.

Odiseo se presenta al rey Alcínoo, el padre de Nausícaa, diciendo:

- Soy Odiseo Laertíada, los hombres me conocen por mis variadas astucias, y mi gloria llega hasta el cielo. Habito en Ítaca, que se ve a distancia; en ella está el monte Nérito, frondoso y espléndido, y en derredor suyo hay otras muchas islas cercanas entre sí, como Duliquio, Same y la selvosa Zacinto... (2)
 
Y Virgilio, queriendo honrar el lugar en el que su amigo Augusto había derrotado a Marco Antonio, hace que Eneas se acerque a estas tierras y nos dice en su Eneida:
 
Ya aparecen en medio del mar la selvosa Zacinto, y Duliquio, y Samos, y Nérito... Esquivamos los arrecifes de Ítaca, reino de Laertes, maldiciendo aquel suelo que produjo el cruel Odiseo... (3)
 
Según nos cuenta Homero en el catálogo de las naves que fueron a Troya, Odiseo mandaba en Itaca, Samos, Duliquio y la selvosa Zacinto. Era de origen corintio (hijo de Laertes y de Anticlea, a su vez hija de Autólico, el famoso ladrón) y se casó con Penélope (hija de Icario de Esparta y de la náyade Peribea) después de competir con otros pretendientes y vencerlos en una carrera de carros.
 
En realidad, no está clara la paternidad de Odiseo pues Anticlea, la hija de Autólico el ladrón, estaba a punto de casarse con Laertes. Pero, enterado Autolico de la ingeniosidad de su rival Sísifo, de inmediato deseó tener un nieto con tal ingenio. Para conseguirlo, obró con rapidez y, mediante engaños, consiguió que el admirado rival se acostara con su hija la noche previa a la boda con Laertes. Fruto de aquella unión sería Odiseo, el fecundo en ardides, quien, por tanto, sería hijo de Sísifo y no del bueno de Laertes como algunos quieren hacernos creer.
 
Odiseo participó también en la competición por alcanzar la mano de Helena, la hija de los reyes de Esparta, pero intuyendo que aquello acabaría mal renunció a la victoria y, a cambio de la ayuda de Tindareo (el padre mortal de Helena) en la consecución de Penélope, la hija de su hermano Icario, Odiseo le sugirió el método para impedir el enfrentamiento entre los distintos pretendientes (Ver Esparta). Odiseo consiguió la mano de Penélope al viejo estilo, es decir, venciendo en una carrera de carros amañada (no sabemos si con la prometida ayuda de Tindareo), pero después de casarse se comportó como un héroe moderno, y a pesar de la oposición de Icario decidió volver a Itaca con la esposa conseguida (4). Preparó su dorado carro, y siguiendo el ancho y fértil valle del Eurotas, se dirigió hacia el Sur, hacia el mar. Pero Icario les siguió durante un trecho, rogando insistentemente a su hija que regresara, hasta que Odiseo, perdida la paciencia, dijo a Penélope: ¡O vienes a Itaca conmigo o te quedas aquí con tu padre, pero sin mí! Por toda respuesta, Penélope se bajó el velo que le cubría la cara, e Icario comprendió que Odiseo tenía derecho a llevársela. Y así fue como, tras cruzar el ondulado mar, se instalaron en Ítaca, en la casa de Laertes.



Transcurrido algún tiempo, cuando Odiseo vivía feliz en su montañosa Itaca, aparecieron Agamenón, rey de Micenas, y su hermano Menelao, rey de Esparta, para comunicarle que Helena, mujer del último, había sido raptada por Paris, hijo de Príamo rey de Troya, y la ofensa debía ser vengada. Odiseo sabía ya lo que había pasado, y sabía también, por un oráculo, que si iba a Troya no volvería hasta pasar veinte años de numerosas calamidades. Así que intentó evitar tales desgracias fingiendo haberse vuelto loco y negándose a reconocer a los huéspedes (se había colocado un gorro en forma de huevo y araba sus campos con una yunta formada por un asno y un buey, con surcos entrecruzados y echando sal por encima de su hombro izquierdo). Pero no le sirvió la treta porque Palamedes, que acompañaba a los hermanos, tomando en sus brazos al pequeño Telémaco, hijo único de Odiseo, lo puso delante de la yunta en una situación de gran peligro y, como era de esperar, Odiseo reaccionó refrenando a los animales para evitar que lo pisaran. Eso demostraba su cordura y lo obligaba a unirse a la expedición. Y se unió, pero Odiseo nunca perdonó a Palamedes su treta, pues ese fue el comienzo de sus males...  

Años más tarde, en el noveno de la guerra troyana, Odiseo fracasó en un intento por conseguir forraje para los caballos aqueos, lo que le fue reprochado por Palamedes quien, quizá para humillar a Odiseo, asumió él mismo el reto y consiguió abundante alimento para el ganado.. Eso ya fue demasiado. Con la complicidad de Ajax Telamonio, y quizá también con la de Agamenón, el fértil en ardides preparó una venganza cruel:
 
Escribió una carta, firmada por Príamo y dirigida a Palamedes, en la que le comunicaba que el oro entregado era el pago que había pedido por traicionar a sus compañeros argivos. La carta fue puesta en manos de un frigio a quien se le pagó por llevarla al campamento aqueo. Una vez allí, el frigio fue detenido y asesinado y la carta presentada a todos los combatientes. Como Palamedes lo negó todo, Odiseo y Ajax sugirieron que se revisara su tienda por si había escondido allí el precio de la traición. Claro que, previamente, ellos habían escondido bajo el suelo de la tienda de Palamedes una bolsa con pepitas de oro por lo que el cuerpo del delito apareció y Palamedes fue acusado de felonía y muerto a pedradas por sus propios compañeros.
 
Y de pronto, incluso este angosto camino costero se aleja del mar. Buscamos una y otra vez la forma de llegar a la desembocadura del mítico Aqueloo, pero no hay carretera alguna. Sólo estrechos caminos de tierra parecen dirigirse al mar, aunque, después de engañarnos durante unos kilómetros, se tornan de pronto y regresan al punto de partida. Cansados y hambrientos, nos paramos en un altozano, desde el que se divisa la isla de Cefalonia, y aprovechamos para recuperar nuestras fuerzas mediante una frugal comida.

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1.- Homero. La Ilíada.
2.- Homero. La Odisea
3.- Virgilio. La Eneida

domingo, 15 de noviembre de 2009

Frente a la isla de Skorpios

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Skorpios, Marzo de 1975. Hace frío y el ambiente es húmedo. Hay marejada. Cristina Onassis, pálida, sin maquillar, con los ojos anegados en lágrimas, sigue el féretro de su padre hasta la pequeña capilla funeraria de mármol blanco erigida por el difunto dos años antes para Alejandro, su hijo...(1) Todo un imperio queda atrás, y la tragedia ha alcanzado su punto culminante: su primera mujer, Tina Livanos, que aunque separados era la madre de sus hijos, como en un insulto hacia él, se había casado con Stavros Niarchos, su gran rival; su querido hijo y heredero, Alejandro, perdía la vida al estrellarse el hidroavión que pilotaba y su nuevo matrimonio con la ex primera dama americana es ya un fracaso. Cansado de la vida, invadido por la miastenia y la soledad, renuncia a seguir viviendo, y un buen día, desde Neully, en Francia, regresa a su isla de Skorpios para mezclarse con su tierra. Sólo Cristina, la inestable Cristina, queda como heredera de una fortuna que ya hace veinte años se estimaba en más de mil millones de dólares... Y sólo dos años más tarde, con veintisiete años, también Cristina, quizá víctima de sus propios excesos, es llamada al más allá. Un imperio se ha derrumbado...
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¿Pero quién era este hombre, este rey de los paparazzi y del papel cuché? Aristóteles Sócrates Onassis había nacido en Esmirna, Turquía, en el año 1906. Era hijo de un próspero comerciante de tabacos y, cuando tenía sólo dieciséis años, la situación política derivada de la guerra greco-turca le obligó a emigrar. Pasó por Grecia, la patria de sus ancestros, donde la miseria existente le aconsejó dirigirse a tierras más prometedoras. Así llegó a Argentina donde, importando tabaco del negocio de su padre y exportando carne, consiguió hacerse rico. Con la gran depresión de los años treinta tuvo la gran oportunidad de comprar unos viejos barcos a precios de saldo y comenzar su vida de armador. La guerra, la suerte y la colaboración con los ejércitos aliados le convirtieron en uno de los hombres más conocidos y ricos del mundo, y sobre su flota, cual nuevo Felipe II, comenzó a no ponerse el Sol.
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Pero todo triunfador tiene también su cara oscura y Ari, como le llamaban sus amigos, estaba convencido de que su éxito económico era causa de su fracaso sentimental. Sus matrimonios con Tina Livanos, hija de otro afamado armador griego, con María Callas, rutilante estrella del mundo de la ópera, o con la anterior primera dama americana Jackeline Bouvier son tormentosos y terminan mal. En sus últimos días, el rico armador se vuelve hacia su tierra, hacia sus paisanos, y resignado, sintiendo que ha sacrificado su vida por un mundo de oropeles, mentalmente enfermo, se abandona a la espera del final.
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Dejamos atrás Skorpios y seguimos nuestro caminar a través de esta costa baja y accidentada. La vegetación llega hasta el mar y las playas son escasas y pedregosas. La zona es solitaria y el turismo no se acerca hasta aquí. Tampoco hay hoteles ni, creo yo, cámpings. Es una costa solitaria, abandonada, pantanosa y húmeda; es una costa perdida frente a la mítica isla de Odiseo.

martes, 3 de noviembre de 2009

El mar Jónico

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Siguiendo la costa epirota, hay un momento en que ésta forma una gran ensenada, como un mar interior, apenas comunicada con el exterior por el pequeño estrecho de Preveza: la carretera se interrumpe y se hacen necesarios los servicios del pequeño ferry que une las dos orillas. Después de la corta travesía aparece ante nosotros la provincia de Etolia, una comarca baja y fértil aunque con una agricultura no desarrollada en consonancia. La costa se vuelve más accidentada y las escarpadas islas Jónicas, los dominios de Odiseo, marcan el horizonte. En medio, un mar azul intenso cuyo nombre, Iónico o Jónico, deriva de Ío, la diosa-luna de Argos.


Zeus convierte a Ío en vaca...

Ío era hija del dios-río Inaco (y, por tanto, hermana de Foroneo, el primer hombre que fundó una ciudad), y fue una sacerdotisa de la diosa Hera argiva (Ver Argos). Su belleza era grande y Zeus, siempre débil ante los encantos femeninos, no tardó en enamorarse de ella. Pero la celosa Hera, ofendida como diosa y como esposa, vigilaba de tal forma a su sacerdotisa que Zeus, para poder engañarla, tuvo que convertir a Ío en vaca. Pero ni así, pues de inmediato, sospechando el engaño, Hera la tomó como suya y encargó a Argos, el perro de cien ojos que todo lo veía, la vigilancia del animal. Claro que, tratándose de asuntos amatorios, tampoco Zeus era de los que se rendían a las primeras de cambio. Llamó, pues, a Hermes, y le encargó la difícil misión de librarse del horrendo perro, cosa que Hermes, después de ayudarse con la flauta para dormir cada uno de los cien ojos del animal, lo consiguió aplastándole la cabeza con una piedra enorme. La muerte del fiel guardián que todo lo veía entristeció a Hera quien, como recuerdo, puso sus ojos en la cola del pavo real.
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...Argos se queda dormido y...

...lo demás es historia.-----
Pero Hera no se entretuvo demasiado en llorar a su fiel perro sino que, con ánimo de venganza, envió rápidamente un terrible tábano para que persiguiera constantemente a Ío. La pobre sacerdotisa convertida en vaca, huyendo del tábano cruel, cruzó toda Grecia de este a oeste y llegó hasta Dodona, lugar en el que su amante tenía un santuario. Pero ni allí dejó de perseguirla el tábano. Desesperada, se dirigió al sur, hasta tropezar con este mar azul que hoy se llama Iónico en recuerdo suyo, y en el que se detuvo. Pero el tábano la siguió picando, e Ío tuvo que continuar un peregrinar que la llevó, por el Bósforo (que significa, precisamente, paso de la vaca), hasta Asia Menor y la lejana India. Luego regresaría, por Arabia, hasta Egipto donde, al parecer, habiendo despistado a Hera, se convirtió en Isis y encontró la paz. Más tarde Zeus le devolvería la figura humana y, como Zeus nunca daba puntada sin hilo, antes de abandonar a la atribulada muchacha la tocó provechosamente. Fruto de aquel toque mágico nació Épafo, el hijo de ambos, cuyo nombre significa precisamente eso: el toque.

La carretera es cada vez peor. En nuestro deseo de no alejarnos del mar hemos abandonado la carretera principal que desde Artá lleva a Naupatos (Lepanto) y Atenas, y hemos tomado este mal camino costero. Pero si la carretera es mala, las extraordinarias vista de las islas Jónicas compensan el esfuerzo. Allá, al fondo, entre brumas, está la gran Leukas y, más acá, como en su regazo, la pequeña Skorpios.

martes, 27 de octubre de 2009

Las valientes mujeres de Zalongo


En lo alto del cantil puede verse el sencillo monumento
en honor de las mujeres suliotas.
 
Típica vestimenta suliota
El Epiro es una zona pobre, montañosa y áspera, con unas comunicaciones siempre difíciles con el resto del país, y un aislamiento ancestral. Esta permanente incomunicación condujo durante el siglo XVIII, a la existencia de grupos montañeses que vivían de espaldas de los dominadores turcos quienes, gobernados por Alí Pachá desde Ioannina, evitaban hacer incursiones por estas zonas. Fueron estas tribus montañesas las primeras que se enfrentaron al opresor turco y constituyeron los primeros núcleos independentistas, si bien, dado su fraccionamiento y rencillas particulares, pocas veces supusieron una auténtica amenaza para el poderoso gobernador albanés y, en muchas ocasiones, sus luchas iban más contra el vecino que contra aquel. Sin embargo, con el cambio de siglo, sus escaramuzas comenzaron a preocupar lo suficiente a los musulmanes como para arriesgarse a enviar un cuerpo de ejército con la intención de sojuzgar definitivamente a los levantiscos epirotas.
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Era el año 1803 y el ejército turco barría esta costa con la intención de no dejar vivo a hombre alguno que pudiera empuñar un arma. Una de las tribus que más se había destacado en la lucha era la de los Suliot (pequeño grupo de cristianos ortodoxos independentistas) y contra ellos se dirigió la venganza turca. Ante la incapacidad de enfrentarse al enemigo, los hombres huyeron a las montañas mientras las mujeres y los niños, aterrorizados por los métodos del opresor, huyeron de sus casa y se refugiaron en lo alto de los acantilados próximos a la villa de Zalongo. Pero los militares las siguieron. Fue entonces cuando, ante la inminencia de caer en manos del enemigo, aquellas valientes mujeres suliotas se acercaron al borde del precipicio y, en medio de un baile ritual, una tras otra, cogieron a sus hijos en brazos y se fueron lanzando con ellos al vacío...

Farewell poor world,
Farewell sweet life,
and you, my poor country,
Farewell for ever
.....
The women of Souli
Have not only learnt how to survive
They also know how to die
Not to tolerate slavery
.....
De la canción popular griega La danza de Zalongo

Los soldados musulmanes, estupefactos, sólo pudieron recoger sus cadáveres. Luego, Lord Byron (o Lordos Vironos, para los griegos) cantaría la gesta de las "suliot" en su Don Juan y, en la actualidad, un sencillo monumento en lo alto del cantil recuerda aquel gesto altivo.

domingo, 18 de octubre de 2009

Bajada al Erebo


Como hemos visto, al Nekromanteion acudían los deseosos de establecer contacto con el reino de Hades, es decir, con las almas de los difuntos, para informarse de su estado o de sus deseos. Su situación, junto al Aqueronte, una de las tradicionales entradas al Erebo, y su pretendida colocación justo encima del palacio de Hades y Perséfone, facilitaría el contacto entre los habitantes de uno y otro mundo. Ese contacto tenía que establecerse a través de la correspondiente sacerdotisa, pero, a la vista de los que han podido ir más allá (Teseo, Heracles, Orfeo, Odiseo, Eneas, etc.) la entrada no debía ser imposible, más bien cosa de influencias...

Así pues, partiendo del supuesto de que todo aquel que se precie ha de bajar al Erebo, me decidí a convertir la simple excursión que desde Parga hicimos por el cauce del Aqueronte en algo más que un simple viaje de recreo. Decidí que aquella estrecha garganta por donde el río parecía brotar de las entrañas de la tierra no podía ser el fin del viaje, tenía que haber algo más allá, tenía que seguir. Y seguí, y aunque sólo fuera en la barca de la imaginación, conseguí llegar a la misma frontera entre la vida y la muerte. Pero empecemos por el principio.
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Después de negociar una y otra vez con el viejo guardián, después de ofrecerle el oro y el moro, llegamos finalmente a un principio de acuerdo. No estoy muy seguro de que el anciano sea de fiar pero, ¿qué otra cosa puedo hacer sino ponerme en sus manos? Cuando llega la hora prevista, la solitaria hora de la siesta, nos presentamos en el lugar acordado. Allí está él esperándonos. Siguiendo un angosto sendero que se introduce entre la vegetación, llegamos al borde de un precipicio por cuyo fondo fluye un agitado riachuelo de montaña. Unos desgastados escalones, excavados en la propia roca, descienden hacia el infierno.
 
Hay en aquel confín una honda sima,
vasta caverna de escabrosa roca.(1)
 
Bajamos bordeando el precipicio hasta llegar al nivel donde el torrente, remansando, forma una pequeña y sucia charca. Allí nos detenemos y esperamos al barquero que debe recogerme. Espesos nubarrones lanzan su sombra sobre aquellas aguas pestilentes cubiertas de hojas, ramas y todos los desechos que imaginarse puedan. A la entrada de la charca, profundos remolinos producen una espuma negra sobre la que vuelan toda clase de insectos desagradables. Al otro lado, el torrente se precipita entre dos rocas que se lo tragan hacia el centro de la tierra.

Un calor húmedo y pegajoso hace insufrible la espera, mas no tarda en mostrarse nuestro hombre quien, saliendo misteriosamente de entrambas rocas y remontando la corriente, aparece en la frágil barca en la que ha de llevarme hasta la laguna Aquerusíade. El anciano y solitario remero, luchando contra los amenazantes rápidos y remolinos, sortea con habilidad inusitada las sucesivas trampas que los dioses han colocado para dificultar el paso a los mortales. Restos de troncos putrefactos interrumpen, aquí y allá, la corriente y retienen la maloliente basura que flota sobre las negras aguas. Allá en lo alto, las nubes crecen hasta oscurecer el día y la amenazante tormenta es inminente. Un gélido viento, escapado por algún estrecho pasadizo de la cueva en que Eolo los retiene, mueve los leves ramajes de unos álamos negros atacados de carcoma y de muerte. La noche parece cubrirnos cuando barca y barquero se acercan.
 
Mariló me mira con preocupación, sorprendida por mi decisión.

 - ¿Vas a ir, al fin? ¿Te vas a fiar de ese tío? -Me pregunta.
- Creo que sí. Ya no puedo volverme atrás.

El viejo barquero de piel cetrina, de modales cansinos y aspecto enfermizo, extiende hacia mí su mano enjuta y me invita a subir. No estoy muy convencido, pero acepto. Luego, mientras la fangosa corriente nos arrastra por un cauce cada vez más estrecho, miro atrás, a los oscilantes álamos, como despidiéndome, y el corazón parece salírseme del pecho. Las piernas me tiemblan y se debilitan a cada segundo. Veo como la corriente penetra en una angostura excavada en la dura roca por la que emanan heladas nieblas. Aterradores rugidos, violentos golpes contra la dura roca, negra noche...

Sólo después de unos minutos de completa oscuridad aparecen en la lejanía, destacando sobre el fondo neblinoso, unas sombras que parecen vagar sin rumbo, débilmente iluminadas por pequeñas antorchas... Los sentidos se saturan con tantas sensaciones embotantes: con los insoportables hedores, con los ruidos de griterío (unos estridentes, de lamentos otros), con el frío húmedo que roe los huesos, con esa oscuridad amenazante...

Todo es tenebroso. A pesar de ello, consigo intuir la existencia de una gran caverna donde el río, formando un remanso, detiene por un momento su corriente para perderse luego más allá, entre brumas y oscuridad.
 
Sí, ésta es la laguna tan temida,
con sobras de Aqueronte alimentada.

El anciano barquero se encamina hacia la orilla, hacia una playa de sucios y oscuros guijarros sobre la que flotan multitud de sombras incorpóreas, de gimientes manchones semitrasparentes, de fantasmas que esperan, que esperan...

-¿Dónde estamos? -Pregunto asustado.
-Aquerusíade llaman a esta laguna; aquí comienza el verdadero Erebo -me dice-. A partir de aquí, sólo el avaro Caronte acepta continuar. ¡Ningún otro; ni por todo el oro del mundo...!
 
Fácil es al Erebo la bajada;
mas regresar de nuevo al aura pura,
es, ciertamente, la parte más osada.
 
Ya sobre la orilla, sentado en el sucio suelo, me veo rodeado de fantasmas, de cuerpos que, ocultos entre negros mantos, se superponen unos a otros, se cruzan, se traspasan..., cuerpos horrendos que extienden sus escuálidas manos hacia mí y que lanzan al aire ayes lastimeros. Así estoy inmovilizado durante un tiempo, sin poder pensar, sin poder moverme siquiera, embargado de angustia y desconcierto. Cuando puedo recobrarme algo y recordar las leídas imágenes del Hades infernal, reconozco las almas de los que esperan a cruzar, almas cuyos cuerpos quedaron insepultos, almas impuras condenadas a una reencarnación vergonzante, o almas condenadas a la muerte.
 
Parte de allí para Aquerón camino:
vasto abismo que en lecho hondo de cieno
hierve, y en el Cocito de continuo
el espeso lodo descarga de su seno.

Absorto en mis pensamientos, tardo en divisar a Caronte, al avaro barquero de horrible ceño y faz descolorida que, manejando su negra barca, se acerca a la fúnebre ribera. Su suciedad espanta. Su larga y sucia barba le cae desaliñada sobre el pecho; su raída túnica, atada con un único nudo, cuelga de sus hombros esqueléticos; y su mirada, de la que brotan llamas, causa un terror espeluznante. Miles de sombras se abalanzan sobre él atropellándose, superponiéndose unas a otras, lanzando ayes que desgarran los oídos; pero él las rechaza bruscamente y, con un horrible grito, las pone en desbandada. Yo, armado de mi escaso valor, me acerco.

- Bien, no le entretendré. ¿Podría decirles que he llegado? -susurro.
- No es posible -contesta el viejo con voz aguardentosa-. Deberá cruzar usted mismo al otro lado, allí le esperan; pero le advierto que habrá de pagarme tanto el viaje de ida como el de regreso...

No me ilusiona la idea, pero no hay alternativa. Con dificultad, penetrando en las turbias aguas de la fangosa ribera, subo a la oscilante y débil barca, embargado por un terror inmenso. Sentado en la proa, observo inquieto como el viejo hunde rítmicamente los remos en el fango, como la niebla y la oscuridad nos envuelven y como el insoportable hedor parece aumentar a cada paso. Lejos van quedando las diminutas luces de las antorchas y, lejos también, los estremecedores gritos de las almas insepultas... Vase haciendo el silencio, ya sólo roto por el chapotear de los remos en el agua putrefacta; la tenebrosa bruma nos envuelve hasta el punto de mojarlo todo y la oscuridad es casi total... De pronto, oigo en la lejanía el ladrido de un perro, o, quizá, de varios. Es, me doy cuenta en seguida, el aullido feroz del can de trifauce boca, de aquel que atruena los ámbitos infernales, del que ahuyenta a las sombras con su eterno ladrido. Es Cerbero.

Un temblor frío sacude mis huesos al distinguir la orilla. Caronte arrima su barca, resquebrajada por los años y por la podredumbre, hasta las proximidades de la cueva a la que Cerbero, amenazando con sus tres fauces, impide el paso a los mortales. Allí, sobre un lodazal cubierto de verde légamo, desembarcamos. Toma el viejo la enorme torta de miel y adormideras que traía preparada para el can, se la tira desde lejos, y el perro se lanza a por ella con apetito desmedido. Luego me manda esperar, y aterido por la fría humedad, temblando de miedo espantoso, me echo, desmayado, sobre aquel lodazal, y pierdo por completo el sentido.

Transcurrido un tiempo de imposible medida, me despiertan unas voces agradables que se acercan desde la espesa niebla. Me incorporo y me alegro al instante. Unas figuras surgen indefinidas, tomando forma entre la bruma y que, aunque incorpóreas, no resultan desagradables. Se van acercando hasta que pude hablarles... Son dos; el más bajo, está claro, es Sócrates, pero el otro, flaco y espigado, ¿quién será? Me invitan a acompañarles.
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A corta distancia, hacia nuestra derecha, nos encontramos un bosque de mirtos, cipreses y negros álamos que, a pesar de la oscura bruma, parece amplio -si no me equivoco, éste es el sitio al que Homero llamaba campo de asfodelos, un lugar triste por donde las almas de los héroes vagan eternamente sin propósito-. A nuestra izquierda queda la encrucijada sobre la que Minos, ayudado por Éaco y Radamanto, monta su impresionante e inapelable tribunal. Más allá, junto al lago que forma el Leteo, se ve un oscuro palacio con numerosas puertas de bronce y sin ventanas: "será la morada de Hades y Perséfone", pienso. Un silencio sepulcral lo llena todo y mi emoción va en aumento al saberme en la frontera entre la vida y la muerte, pues éste es el punto de encuentro con el más allá, el último sitio al que el oráculo permite llegar a los mortales.

Continuamos en silencio, caminando despacio hasta que Sócrates, dirigiéndose a mi, pregunta:

- ¿Y bien? ¿Qué se te ofrece...?
- ¡Oh! Sólo un profundo deseo de conocer a aquel cuya memoria no han podido borrar los siglos; un intenso deseo, un ansia de conocimiento que me hace sentir discípulo incluso del maestro ausente -contesto, quizá exagerando un poco.
- Importante me parece eso, por lo que me alegra. Tu dirás qué quieres saber de mí...
- Verás, maestro, hay muchas cosas que me gustaría conocer pero no sé por donde empezar. Bueno, sí, hay un libro, escrito por tu discípulo Platón, que me apasiona y me inquieta. Fedón lo llaman. ¿Son tuyas las ideas allí expuestas o, tal vez, fue el propio Platón quien las puso de su cosecha? ¡Qué bello tema..., la inmortalidad del alma! ¿Podemos hablar de él?

Las palabras se me amontonan en la lengua. ¡Quiero decir tantas cosas...! Todo parece ahora menos tétrico y menos frío, y la niebla ya no es tan espesa; los altos cipreses lucen más verdes y tanto los mirtos como los negros álamos han desaparecido. Superado el miedo, camino feliz por este parque infernal, ansioso de saber cosas, de conocer. Mis acompañantes caminan despacio, como flotando a un palmo del suelo, y sus palabras son como ligeros y lentos susurros de encantadora musicalidad. Yo les sigo ligeramente retrasado, atento a todo, observando aquella permeabilidad de sus cuerpos que me permite penetrar en ellos al menor descuido. Sócrates parece hablador, pero el alto, sólo de cuando en cuando asiente moviendo ligeramente la cabeza. ¿Quién será?

- ¡Hablar de la inmortalidad del alma...! -exclama Sócrates-. No tiene mucho sentido hablar de inmortalidad cuando tú mismo puedes observarla. Te contaremos, si quieres, otras cosas, por ejemplo, cómo es esta vida, la que espera a todos una vez abandonado el humano cuerpo.

Y como asiento, continúa:

- Pues ya lo ves, viene aquí el alma sin traer consigo otro equipaje que su educación y crianza (2), otras cosas son inservibles aquí, ¡ni el oro ni la plata son ya de utilidad! Es éste uno de los numerosos huecos que hay en el interior del universo. Viven los humanos en uno de ellos, aunque se crean los dueños del espacio; así, todos los que viven desde el lejano extremo del Mar Negro a las Columnas de Heracles, en Iberia, habitan en una minúscula porción del mundo, agrupados en torno al mar como ranas alrededor de una charca. Más allá, otros hombres habitan lugares semejantes.
- Cierto es eso -exclamo yo-, mas no me importa tanto el mundo gobernado por Zeus cuanto el gobernado por su hermano Hades. ¿Cómo es éste?
- Pues bien, amigo, también el Hades está formado por numerosos huecos o cavidades de las cuales es la primera la ocupada por la laguna Aquerusíade, a la que tú has llegado siguiendo la corriente del Aqueronte, pero a la que conducen otros muchos caminos, algunos con numerosas bifurcaciones y encrucijadas. Debajo de nosotros, a gran profundidad, está el odiado Tártaro guardado por gruesas y brillantes puertas de bronce, puertas infranqueables, incluso, para los mismos dioses. Es una inmensa sima a la que confluyen todos los ríos para arrancar de nuevo de ella, dando vueltas y más vueltas, incesantemente. De esos ríos es el más extraño el ardiente Flagetonte, una corriente de agua y cieno hirviente que, cuando encuentra sitio, sale a la superficie de la tierra en forma de líquida lava. Otro río, no menos famoso, es el Estigio, (al que los arcadios confundían con el Mavroneri, un río que desemboca cerca de la actual Vuraikos, en el golfo de Corinto). El Estigio acaba formando, al desaguar, la terrible laguna Estigia, por la cual juran los mismos dioses y a la cual hasta ellos temen. Uniendo esta laguna con el profundo Tártaro, por el lado opuesto al Flagetonte, se encuentra el Cocito, el río preferido de los poetas. Y más allá, cruzando los llamados Campos Llorosos, a la izquierda del palacio de Hades y Perséfone, está el Leteo, el río del olvido al que algunas almas son impulsadas por fuerzas invencibles.
- Temo haberme perdido, pues todo esto parece complicado... Para intentar comprender desde el principio, ¿podría saber a dónde llegan las almas de los que acaban de morir?
- No es esto difícil, pero hace falta tiempo para comprenderlo. Las almas, una vez que abandonan su cuerpo mortal, son guiadas a través de distintos caminos hacia las orillas del Lago Aquerusíade. Allí habrán de quedarse aquellas cuyos cuerpos no fueron debidamente enterrados tras su muerte, vagando durante cien años o hasta que alguna persona piadosa proceda al entierro. Las demás, y éstas cuando ya han purgado su tragedia, después de abonar a Caronte el viaje, cruzan la laguna y llegan a la vasta playa que tú ya conoces, playa en la que Minos tiene montado su tribunal. Piensan algunos que en este tribunal se decide la suerte de las almas recién llegadas, después de sopesar las obras buenas y malas realizadas en su vida mortal, mas esto no es cierto. Aquí, los tres jueces sabios, dirimen las disputas ocurridas en el propio Erebo: son jueces de los muertos, que juzgan lo que ocurre entre los muertos y no lo que se haya hecho en la otra vida. Y es que no hace falta juez alguno para decidir el destino de los asesinos, pues ellos mismos, inexorablemente, se ven impelidos a bajar al profundo Tártaro:
 
Allí gimiendo están los que al hermano
profesaron, en vida, odio demente;
los que hicieron ultraje al padre anciano,
los que en fraude envolvieron al cliente...(3)
 
También son condenados al Tártaro aquellos que por arrebato momentáneo cometieron oprobioso homicidio, mas éstos, transcurrido un tiempo, son devueltos por las corrientes a las orillas de la laguna Aquerusíade. Deben luego presentarse ante los ofendidos y pedirles perdón, lo que hacen con humildad pues no hay nadie que no prefiriese vivir esclavo de un campesino pobre a gobernar en todo el Tártaro. Si el perdón les fuera concedido, quedarían liberados de futuros tormentos; en caso contrario, serían devueltos, y por igual período de tiempo, a las profundas simas. Las almas devueltas del Tártaro y aquellas otras que, por ser menores sus faltas, no han sido condenadas a tamaño tormento, se juntan y vagan hacia el río del olvido, el Leteo, impulsadas por extrañas fuerzas. Allí, después de beber abundantemente de su agua, pierden la memoria y esperan a poder reencarnase para volver al mundo de los mortales.
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El Leteo (¿Limia?) en la frontera con los Campos Elíseos. Ver:
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- Esto lo he comprendido bien. Tengo, no obstante, una duda, ¿cómo se determina el cuerpo en el que va a reencarnar cada alma?
- La elección es fácil, cada alma reencarna en un animal de costumbres similares a las suyas, así, los que se hubieran entregado a la glotonería, al desenfreno, y hubieran tenido desmedida afición a la bebida, es natural que entren en el linaje de los asnos; y aquellos dados a las injusticias, a la tiranía y a la rapiña reencarnarán en lobos, halcones o milanos.
- Parece lógico. Nos queda ahora por saber qué pasa con los que han sido encontrados libres de falta...
- Sí, y es fácil adivinarlo: las almas que han practicado la virtud, la moderación y la justicia (todas ellas virtudes eminentemente sociales) tomarán por cuerpos los de seres que sean como ellos: seres sociables como hormigas, avispas o, incluso, cuerpos humanos para convertirse en hombres de bien.
- ¡Triste es todo esto maestro! ¡El eterno ciclo de la vida y la muerte...! ¿Y cómo liberarnos de él?
- No es fácil, pero es posible. La filosofía presenta el modo de dominar los deseos corporales, de superarlos y de mantenerse firmes frente a ellos. Estas ataduras de los sentidos impiden, tras la muerte, la perfecta separación de alma y materia por lo que el espíritu contaminado sigue siendo atraído por el cuerpo, y esto le obliga a reencarnar. Pero, quien obra de acuerdo con la filosofía y consigue el total dominio de la carne, se mantiene despegado de la contaminación mortal. Así, cuando el alma abandona el cuerpo, como espíritu puro e incontaminado que es, participa de la naturaleza de los dioses y alcanza la inmortalidad, liberándose del despiadado ciclo de las reencarnaciones... Para éstos han preparado los dioses una morada especial en los campos de eterna primavera a los que también llaman Campos Elíseos. Virgilio los describió en bellos versos:
 
Ábrense allí sobre inocentes prados
tintos de rosada luz cielos serenos;
regiones siempre iguales, siempre bellas,
que tienen su sol, que tienen sus estrellas...

Están allí los que a la patria amaron,
y heridas por la patria recibieron;
allí los sacerdotes que guardaron
austera castidad mientras vivieron...
 
Son algunos pueblos orientales los que mejor han comprendido la esencia de la filosofía, del dominio del cuerpo y de la ruptura de las ataduras que representa sus imposiciones. Buda lo explicó mejor que yo.

Estaba entusiasmado escuchando al maestro, pero es la hora. Hay que retornar al otro mundo antes de que el guardián cierre el famoso oráculo de los muertos, el Nekromanteion (4). Miro al desconocido acompañante, que sin decir ni palabra asentía a todas las afirmaciones del maestro, y me despido.

- Gracias, maestro. No necesito más, y aunque la charla es agradable debo regresar. ¡Bendita filosofía que crea maestros inmortales como tú!
- Nunca olvides que la búsqueda del conocimiento es la base sobre la que sustentar una vida, sobre la que elevar hacia la inmortalidad un alma. Agatón y yo te deseamos buen regreso...

¡Agatón! Ya está, ¡es Agatón...! (5)
 
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1.- Esta y las siguientes citas están tomadas de la Eneida, de Virgilio, en sus versiones de Editorial ALBA y de Círculo de Amigos de la Historia
2.- Esta y las siguientes citas están tomadas de Fedón (Platón. Ediciones Orbis).
3.- La Eneida. Virgilio Marón.
4.- Diciendo: "Sol, adiós", Cleómbroto de Ambracia
---desde lo alto de un muro saltó al Hades.
---Ningún mal había visto merecedor de muerte,
---pero había leído, de Platón, un libro, sobre el alma.
..............................Calímaco: Suicidio filosófico. Alianza
5.- Agatón es uno de los participantes en El Banquete, de Platón.