Como hemos visto, al Nekromanteion acudían los deseosos de establecer contacto con el reino de Hades, es decir, con las almas de los difuntos, para informarse de su estado o de sus deseos. Su situación, junto al Aqueronte, una de las tradicionales entradas al Erebo, y su pretendida colocación justo encima del palacio de Hades y Perséfone, facilitaría el contacto entre los habitantes de uno y otro mundo. Ese contacto tenía que establecerse a través de la correspondiente sacerdotisa, pero, a la vista de los que han podido ir más allá (Teseo, Heracles, Orfeo, Odiseo, Eneas, etc.) la entrada no debía ser imposible, más bien cosa de influencias...
Así pues, partiendo del supuesto de que todo aquel que se precie ha de bajar al Erebo, me decidí a convertir la simple excursión que desde Parga hicimos por el cauce del Aqueronte en algo más que un simple viaje de recreo. Decidí que aquella estrecha garganta por donde el río parecía brotar de las entrañas de la tierra no podía ser el fin del viaje, tenía que haber algo más allá, tenía que seguir. Y seguí, y aunque sólo fuera en la barca de la imaginación, conseguí llegar a la misma frontera entre la vida y la muerte. Pero empecemos por el principio.
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Después de negociar una y otra vez con el viejo guardián, después de ofrecerle el oro y el moro, llegamos finalmente a un principio de acuerdo. No estoy muy seguro de que el anciano sea de fiar pero, ¿qué otra cosa puedo hacer sino ponerme en sus manos? Cuando llega la hora prevista, la solitaria hora de la siesta, nos presentamos en el lugar acordado. Allí está él esperándonos. Siguiendo un angosto sendero que se introduce entre la vegetación, llegamos al borde de un precipicio por cuyo fondo fluye un agitado riachuelo de montaña. Unos desgastados escalones, excavados en la propia roca, descienden hacia el infierno.
Hay en aquel confín una honda sima,
vasta caverna de escabrosa roca.(1)
Bajamos bordeando el precipicio hasta llegar al nivel donde el torrente, remansando, forma una pequeña y sucia charca. Allí nos detenemos y esperamos al barquero que debe recogerme. Espesos nubarrones lanzan su sombra sobre aquellas aguas pestilentes cubiertas de hojas, ramas y todos los desechos que imaginarse puedan. A la entrada de la charca, profundos remolinos producen una espuma negra sobre la que vuelan toda clase de insectos desagradables. Al otro lado, el torrente se precipita entre dos rocas que se lo tragan hacia el centro de la tierra.
Un calor húmedo y pegajoso hace insufrible la espera, mas no tarda en mostrarse nuestro hombre quien, saliendo misteriosamente de entrambas rocas y remontando la corriente, aparece en la frágil barca en la que ha de llevarme hasta la laguna Aquerusíade. El anciano y solitario remero, luchando contra los amenazantes rápidos y remolinos, sortea con habilidad inusitada las sucesivas trampas que los dioses han colocado para dificultar el paso a los mortales. Restos de troncos putrefactos interrumpen, aquí y allá, la corriente y retienen la maloliente basura que flota sobre las negras aguas. Allá en lo alto, las nubes crecen hasta oscurecer el día y la amenazante tormenta es inminente. Un gélido viento, escapado por algún estrecho pasadizo de la cueva en que Eolo los retiene, mueve los leves ramajes de unos álamos negros atacados de carcoma y de muerte. La noche parece cubrirnos cuando barca y barquero se acercan.
Mariló me mira con preocupación, sorprendida por mi decisión.
- ¿Vas a ir, al fin? ¿Te vas a fiar de ese tío? -Me pregunta.
- Creo que sí. Ya no puedo volverme atrás.
El viejo barquero de piel cetrina, de modales cansinos y aspecto enfermizo, extiende hacia mí su mano enjuta y me invita a subir. No estoy muy convencido, pero acepto. Luego, mientras la fangosa corriente nos arrastra por un cauce cada vez más estrecho, miro atrás, a los oscilantes álamos, como despidiéndome, y el corazón parece salírseme del pecho. Las piernas me tiemblan y se debilitan a cada segundo. Veo como la corriente penetra en una angostura excavada en la dura roca por la que emanan heladas nieblas. Aterradores rugidos, violentos golpes contra la dura roca, negra noche...
Sólo después de unos minutos de completa oscuridad aparecen en la lejanía, destacando sobre el fondo neblinoso, unas sombras que parecen vagar sin rumbo, débilmente iluminadas por pequeñas antorchas... Los sentidos se saturan con tantas sensaciones embotantes: con los insoportables hedores, con los ruidos de griterío (unos estridentes, de lamentos otros), con el frío húmedo que roe los huesos, con esa oscuridad amenazante...
Todo es tenebroso. A pesar de ello, consigo intuir la existencia de una gran caverna donde el río, formando un remanso, detiene por un momento su corriente para perderse luego más allá, entre brumas y oscuridad.
Sí, ésta es la laguna tan temida,
con sobras de Aqueronte alimentada.
El anciano barquero se encamina hacia la orilla, hacia una playa de sucios y oscuros guijarros sobre la que flotan multitud de sombras incorpóreas, de gimientes manchones semitrasparentes, de fantasmas que esperan, que esperan...
-¿Dónde estamos? -Pregunto asustado.
-Aquerusíade llaman a esta laguna; aquí comienza el verdadero Erebo -me dice-. A partir de aquí, sólo el avaro Caronte acepta continuar. ¡Ningún otro; ni por todo el oro del mundo...!
Fácil es al Erebo la bajada;
mas regresar de nuevo al aura pura,
es, ciertamente, la parte más osada.
Ya sobre la orilla, sentado en el sucio suelo, me veo rodeado de fantasmas, de cuerpos que, ocultos entre negros mantos, se superponen unos a otros, se cruzan, se traspasan..., cuerpos horrendos que extienden sus escuálidas manos hacia mí y que lanzan al aire ayes lastimeros. Así estoy inmovilizado durante un tiempo, sin poder pensar, sin poder moverme siquiera, embargado de angustia y desconcierto. Cuando puedo recobrarme algo y recordar las leídas imágenes del Hades infernal, reconozco las almas de los que esperan a cruzar, almas cuyos cuerpos quedaron insepultos, almas impuras condenadas a una reencarnación vergonzante, o almas condenadas a la muerte.
Parte de allí para Aquerón camino:
vasto abismo que en lecho hondo de cieno
hierve, y en el Cocito de continuo
el espeso lodo descarga de su seno.
Absorto en mis pensamientos, tardo en divisar a Caronte, al avaro barquero de horrible ceño y faz descolorida que, manejando su negra barca, se acerca a la fúnebre ribera. Su suciedad espanta. Su larga y sucia barba le cae desaliñada sobre el pecho; su raída túnica, atada con un único nudo, cuelga de sus hombros esqueléticos; y su mirada, de la que brotan llamas, causa un terror espeluznante. Miles de sombras se abalanzan sobre él atropellándose, superponiéndose unas a otras, lanzando ayes que desgarran los oídos; pero él las rechaza bruscamente y, con un horrible grito, las pone en desbandada. Yo, armado de mi escaso valor, me acerco.
- Bien, no le entretendré. ¿Podría decirles que he llegado? -susurro.
- No es posible -contesta el viejo con voz aguardentosa-. Deberá cruzar usted mismo al otro lado, allí le esperan; pero le advierto que habrá de pagarme tanto el viaje de ida como el de regreso...
No me ilusiona la idea, pero no hay alternativa. Con dificultad, penetrando en las turbias aguas de la fangosa ribera, subo a la oscilante y débil barca, embargado por un terror inmenso. Sentado en la proa, observo inquieto como el viejo hunde rítmicamente los remos en el fango, como la niebla y la oscuridad nos envuelven y como el insoportable hedor parece aumentar a cada paso. Lejos van quedando las diminutas luces de las antorchas y, lejos también, los estremecedores gritos de las almas insepultas... Vase haciendo el silencio, ya sólo roto por el chapotear de los remos en el agua putrefacta; la tenebrosa bruma nos envuelve hasta el punto de mojarlo todo y la oscuridad es casi total... De pronto, oigo en la lejanía el ladrido de un perro, o, quizá, de varios. Es, me doy cuenta en seguida, el aullido feroz del can de trifauce boca, de aquel que atruena los ámbitos infernales, del que ahuyenta a las sombras con su eterno ladrido. Es Cerbero.
Un temblor frío sacude mis huesos al distinguir la orilla. Caronte arrima su barca, resquebrajada por los años y por la podredumbre, hasta las proximidades de la cueva a la que Cerbero, amenazando con sus tres fauces, impide el paso a los mortales. Allí, sobre un lodazal cubierto de verde légamo, desembarcamos. Toma el viejo la enorme torta de miel y adormideras que traía preparada para el can, se la tira desde lejos, y el perro se lanza a por ella con apetito desmedido. Luego me manda esperar, y aterido por la fría humedad, temblando de miedo espantoso, me echo, desmayado, sobre aquel lodazal, y pierdo por completo el sentido.
Transcurrido un tiempo de imposible medida, me despiertan unas voces agradables que se acercan desde la espesa niebla. Me incorporo y me alegro al instante. Unas figuras surgen indefinidas, tomando forma entre la bruma y que, aunque incorpóreas, no resultan desagradables. Se van acercando hasta que pude hablarles... Son dos; el más bajo, está claro, es Sócrates, pero el otro, flaco y espigado, ¿quién será? Me invitan a acompañarles.
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A corta distancia, hacia nuestra derecha, nos encontramos un bosque de mirtos, cipreses y negros álamos que, a pesar de la oscura bruma, parece amplio -si no me equivoco, éste es el sitio al que Homero llamaba campo de asfodelos, un lugar triste por donde las almas de los héroes vagan eternamente sin propósito-. A nuestra izquierda queda la encrucijada sobre la que Minos, ayudado por Éaco y Radamanto, monta su impresionante e inapelable tribunal. Más allá, junto al lago que forma el Leteo, se ve un oscuro palacio con numerosas puertas de bronce y sin ventanas: "será la morada de Hades y Perséfone", pienso. Un silencio sepulcral lo llena todo y mi emoción va en aumento al saberme en la frontera entre la vida y la muerte, pues éste es el punto de encuentro con el más allá, el último sitio al que el oráculo permite llegar a los mortales.
Continuamos en silencio, caminando despacio hasta que Sócrates, dirigiéndose a mi, pregunta:
- ¿Y bien? ¿Qué se te ofrece...?
- ¡Oh! Sólo un profundo deseo de conocer a aquel cuya memoria no han podido borrar los siglos; un intenso deseo, un ansia de conocimiento que me hace sentir discípulo incluso del maestro ausente -contesto, quizá exagerando un poco.
- Importante me parece eso, por lo que me alegra. Tu dirás qué quieres saber de mí...
- Verás, maestro, hay muchas cosas que me gustaría conocer pero no sé por donde empezar. Bueno, sí, hay un libro, escrito por tu discípulo Platón, que me apasiona y me inquieta. Fedón lo llaman. ¿Son tuyas las ideas allí expuestas o, tal vez, fue el propio Platón quien las puso de su cosecha? ¡Qué bello tema..., la inmortalidad del alma! ¿Podemos hablar de él?
Las palabras se me amontonan en la lengua. ¡Quiero decir tantas cosas...! Todo parece ahora menos tétrico y menos frío, y la niebla ya no es tan espesa; los altos cipreses lucen más verdes y tanto los mirtos como los negros álamos han desaparecido. Superado el miedo, camino feliz por este parque infernal, ansioso de saber cosas, de conocer. Mis acompañantes caminan despacio, como flotando a un palmo del suelo, y sus palabras son como ligeros y lentos susurros de encantadora musicalidad. Yo les sigo ligeramente retrasado, atento a todo, observando aquella permeabilidad de sus cuerpos que me permite penetrar en ellos al menor descuido. Sócrates parece hablador, pero el alto, sólo de cuando en cuando asiente moviendo ligeramente la cabeza. ¿Quién será?
- ¡Hablar de la inmortalidad del alma...! -exclama Sócrates-. No tiene mucho sentido hablar de inmortalidad cuando tú mismo puedes observarla. Te contaremos, si quieres, otras cosas, por ejemplo, cómo es esta vida, la que espera a todos una vez abandonado el humano cuerpo.
Y como asiento, continúa:
- Pues ya lo ves, viene aquí el alma sin traer consigo otro equipaje que su educación y crianza (2), otras cosas son inservibles aquí, ¡ni el oro ni la plata son ya de utilidad! Es éste uno de los numerosos huecos que hay en el interior del universo. Viven los humanos en uno de ellos, aunque se crean los dueños del espacio; así, todos los que viven desde el lejano extremo del Mar Negro a las Columnas de Heracles, en Iberia, habitan en una minúscula porción del mundo, agrupados en torno al mar como ranas alrededor de una charca. Más allá, otros hombres habitan lugares semejantes.
- Cierto es eso -exclamo yo-, mas no me importa tanto el mundo gobernado por Zeus cuanto el gobernado por su hermano Hades. ¿Cómo es éste?
- Pues bien, amigo, también el Hades está formado por numerosos huecos o cavidades de las cuales es la primera la ocupada por la laguna Aquerusíade, a la que tú has llegado siguiendo la corriente del Aqueronte, pero a la que conducen otros muchos caminos, algunos con numerosas bifurcaciones y encrucijadas. Debajo de nosotros, a gran profundidad, está el odiado Tártaro guardado por gruesas y brillantes puertas de bronce, puertas infranqueables, incluso, para los mismos dioses. Es una inmensa sima a la que confluyen todos los ríos para arrancar de nuevo de ella, dando vueltas y más vueltas, incesantemente. De esos ríos es el más extraño el ardiente Flagetonte, una corriente de agua y cieno hirviente que, cuando encuentra sitio, sale a la superficie de la tierra en forma de líquida lava. Otro río, no menos famoso, es el Estigio, (al que los arcadios confundían con el Mavroneri, un río que desemboca cerca de la actual Vuraikos, en el golfo de Corinto). El Estigio acaba formando, al desaguar, la terrible laguna Estigia, por la cual juran los mismos dioses y a la cual hasta ellos temen. Uniendo esta laguna con el profundo Tártaro, por el lado opuesto al Flagetonte, se encuentra el Cocito, el río preferido de los poetas. Y más allá, cruzando los llamados Campos Llorosos, a la izquierda del palacio de Hades y Perséfone, está el Leteo, el río del olvido al que algunas almas son impulsadas por fuerzas invencibles.
- Temo haberme perdido, pues todo esto parece complicado... Para intentar comprender desde el principio, ¿podría saber a dónde llegan las almas de los que acaban de morir?
- No es esto difícil, pero hace falta tiempo para comprenderlo. Las almas, una vez que abandonan su cuerpo mortal, son guiadas a través de distintos caminos hacia las orillas del Lago Aquerusíade. Allí habrán de quedarse aquellas cuyos cuerpos no fueron debidamente enterrados tras su muerte, vagando durante cien años o hasta que alguna persona piadosa proceda al entierro. Las demás, y éstas cuando ya han purgado su tragedia, después de abonar a Caronte el viaje, cruzan la laguna y llegan a la vasta playa que tú ya conoces, playa en la que Minos tiene montado su tribunal. Piensan algunos que en este tribunal se decide la suerte de las almas recién llegadas, después de sopesar las obras buenas y malas realizadas en su vida mortal, mas esto no es cierto. Aquí, los tres jueces sabios, dirimen las disputas ocurridas en el propio Erebo: son jueces de los muertos, que juzgan lo que ocurre entre los muertos y no lo que se haya hecho en la otra vida. Y es que no hace falta juez alguno para decidir el destino de los asesinos, pues ellos mismos, inexorablemente, se ven impelidos a bajar al profundo Tártaro:
Allí gimiendo están los que al hermano
profesaron, en vida, odio demente;
los que hicieron ultraje al padre anciano,
los que en fraude envolvieron al cliente...(3)
También son condenados al Tártaro aquellos que por arrebato momentáneo cometieron oprobioso homicidio, mas éstos, transcurrido un tiempo, son devueltos por las corrientes a las orillas de la laguna Aquerusíade. Deben luego presentarse ante los ofendidos y pedirles perdón, lo que hacen con humildad pues no hay nadie que no prefiriese vivir esclavo de un campesino pobre a gobernar en todo el Tártaro. Si el perdón les fuera concedido, quedarían liberados de futuros tormentos; en caso contrario, serían devueltos, y por igual período de tiempo, a las profundas simas. Las almas devueltas del Tártaro y aquellas otras que, por ser menores sus faltas, no han sido condenadas a tamaño tormento, se juntan y vagan hacia el río del olvido, el Leteo, impulsadas por extrañas fuerzas. Allí, después de beber abundantemente de su agua, pierden la memoria y esperan a poder reencarnase para volver al mundo de los mortales.
-
El Leteo (¿Limia?) en la frontera con los Campos Elíseos. Ver:
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- Esto lo he comprendido bien. Tengo, no obstante, una duda, ¿cómo se determina el cuerpo en el que va a reencarnar cada alma?
- La elección es fácil, cada alma reencarna en un animal de costumbres similares a las suyas, así, los que se hubieran entregado a la glotonería, al desenfreno, y hubieran tenido desmedida afición a la bebida, es natural que entren en el linaje de los asnos; y aquellos dados a las injusticias, a la tiranía y a la rapiña reencarnarán en lobos, halcones o milanos.
- Parece lógico. Nos queda ahora por saber qué pasa con los que han sido encontrados libres de falta...
- Sí, y es fácil adivinarlo: las almas que han practicado la virtud, la moderación y la justicia (todas ellas virtudes eminentemente sociales) tomarán por cuerpos los de seres que sean como ellos: seres sociables como hormigas, avispas o, incluso, cuerpos humanos para convertirse en hombres de bien.
- ¡Triste es todo esto maestro! ¡El eterno ciclo de la vida y la muerte...! ¿Y cómo liberarnos de él?
- No es fácil, pero es posible. La filosofía presenta el modo de dominar los deseos corporales, de superarlos y de mantenerse firmes frente a ellos. Estas ataduras de los sentidos impiden, tras la muerte, la perfecta separación de alma y materia por lo que el espíritu contaminado sigue siendo atraído por el cuerpo, y esto le obliga a reencarnar. Pero, quien obra de acuerdo con la filosofía y consigue el total dominio de la carne, se mantiene despegado de la contaminación mortal. Así, cuando el alma abandona el cuerpo, como espíritu puro e incontaminado que es, participa de la naturaleza de los dioses y alcanza la inmortalidad, liberándose del despiadado ciclo de las reencarnaciones... Para éstos han preparado los dioses una morada especial en los campos de eterna primavera a los que también llaman Campos Elíseos. Virgilio los describió en bellos versos:
Ábrense allí sobre inocentes prados
tintos de rosada luz cielos serenos;
regiones siempre iguales, siempre bellas,
que tienen su sol, que tienen sus estrellas...
Están allí los que a la patria amaron,
y heridas por la patria recibieron;
allí los sacerdotes que guardaron
austera castidad mientras vivieron...
Son algunos pueblos orientales los que mejor han comprendido la esencia de la filosofía, del dominio del cuerpo y de la ruptura de las ataduras que representa sus imposiciones. Buda lo explicó mejor que yo.
Estaba entusiasmado escuchando al maestro, pero es la hora. Hay que retornar al otro mundo antes de que el guardián cierre el famoso oráculo de los muertos, el Nekromanteion (4). Miro al desconocido acompañante, que sin decir ni palabra asentía a todas las afirmaciones del maestro, y me despido.
- Gracias, maestro. No necesito más, y aunque la charla es agradable debo regresar. ¡Bendita filosofía que crea maestros inmortales como tú!
- Nunca olvides que la búsqueda del conocimiento es la base sobre la que sustentar una vida, sobre la que elevar hacia la inmortalidad un alma. Agatón y yo te deseamos buen regreso...
¡Agatón! Ya está, ¡es Agatón...! (5)
__________
1.- Esta y las siguientes citas están tomadas de la Eneida, de Virgilio, en sus versiones de Editorial ALBA y de Círculo de Amigos de la Historia
2.- Esta y las siguientes citas están tomadas de Fedón (Platón. Ediciones Orbis).
3.- La Eneida. Virgilio Marón.
4.- Diciendo: "Sol, adiós", Cleómbroto de Ambracia
---desde lo alto de un muro saltó al Hades.
---Ningún mal había visto merecedor de muerte,
---pero había leído, de Platón, un libro, sobre el alma.
..............................Calímaco: Suicidio filosófico. Alianza
5.- Agatón es uno de los participantes en El Banquete, de Platón.