domingo, 3 de noviembre de 2013

Mistras y el valle del Eurotas


Muestras de una religiosidad viva. Foto: j.cerderia

La carretera que desde Githio lleva al Norte sube una pequeña cuesta y entra luego en una zona casi llana de escasa vegetación y tierras sin cultivar. Unos kilómetros a nuestra derecha vamos dejando el amplio valle del Eurotas mientras, a nuestra Izquierda, la imponente mole del Taigeto se yergue desafiante hasta el mismo cielo. Es media mañana y el Sol, el implacable Sol de Agosto, ya alto en el horizonte, parece querer achicharrar la escasa y pardusca vegetación. También nuestro vehículo es como un reflejo del calor exterior y el aire acondicionado comienza a ser insuficiente. La carretera, reverberando bajo ese Sol despiadado, sigue zigzagueando monótonamente en su discurrir hacia Esparta. De pronto, un casi invisible cartel anuncia las ruinas de Amiclas, el lugar donde los arqueólogos encontraron dos piezas de oro que figuran entre las más bellas del mundo: son los vasos de Vafio. Y también aquí, no lejos del lugar donde se encontraron las joyas citadas, había un importante templo de Apolo y, ¿cómo no?, la tumba de su querido Jacinto.

Amiclas.

Lacedemón, hijo de Zeus y Táigete, la pléyade epónima de los montes que separan Laconia de Mesenia, fue el primer rey de Esparta, ciudad a la que también se llama Lacedemonia en recuerdo suyo. A su vez, Esparta, su esposa, era hija del dios-río Eurotas y, por razón desconocida, la ciudad adoptó su nombre y no el de su marido. En todo caso, a los habitantes de Esparta todavía se les sigue llamando lacedemonios con preferencia a cualquier otro gentilicio. Lacedemón y Esparta tuvieron numerosos hijos entre los que se recuerda especialmente a Amiclas, padre de Hiacinto y epónimo de la ciudad que nos ocupa, y a Eurídice quien, casada con Acrisio, tuvo a Dánae. A su vez, Dánae, poseída por Zeus en forma de lluvia de oro, fue madre del héroe argivo Perseo.

Jacinto, o Hiacinto, tuvo como pretendiente a Támiris, el mítico y rechoncho poeta, que fue el primer hombre que se enamoró de alguien de su mismo sexo y que, habiendo tenido a Lino por maestro, tocaba maravillosamente la lira. Pero a Jacinto también lo cortejaba Apolo, a su vez, el primer dios que tuvo inclinaciones similares a las de Támiris. Y si la disputa ya era importante, un tercer pretendiente la enconó aún más: éste fue Bóreas, el Viento del Norte, quien, no obstante, parece que fue rechazado por Jacinto. Pero Bóreas era un mal perdedor y cuando, en cierta ocasión, Apolo y Jacinto se divertían lanzando el disco, el malvado viento desvió su trayectoria y el disco hizo impacto en la cabeza de Jacinto provocando su muerte instantánea. Mucho lloró Támiris, y no menos Apolo quien hizo múltiples intentos por resucitarlo, aunque todos fueron infructuosos. Al final, deseando tener presente su recuerdo, de la tierra regada con la sangre de Jacinto hizo brotar una bella flor...(1)

Desde la antigua Amiclas al centro de Esparta hay apenas diez kilómetros, pero los barrios periféricos,con sus casas paralelepipédicas pintadas de blanco y de aspecto mediterráneo pobre, aparecen ya mucho antes. La carretera que seguimos forma la calle principal de Esparta (llamada Paleólogo), una calle ancha con calzadas separadas por una mediana de tierra y aceras espaciosas, onduladas y polvorientas. Numerosos barracones de aperos agrícolas se intercalan entre las tiendas de ropa y comestibles denotando el carácter rural de esta capital provinciana. El tráfico es escaso y lento, y no hay turistas...

Esparta no es una ciudad atractiva. Quizá por eso, en cuanto llegamos a la cuadrangular plaza principal, giramos a la izquierda y tomamos la calle Licurgo, el comienzo de la carretera que lleva a Mistras, el impresionante conjunto de ruinas medievales esparcidas por la empinada ladera del Taigeto.

Los restos de la Florencia de oriente. Foto: j.cerdeira

Mistras.

Mistras fue la capital del medieval “despotado” de Morea, un conjunto de casas, palacios e iglesias bizantinas construidos en torno a un inexpugnable castillo franco y mirando al fértil valle del Eurotas. Según parece, todo ocurrió en aquella edad que, según la enciclopedia, en vez de entera fue media pues murió la otra mitad... Una edad en que los caballeros cristianos, como Guillermo de Villehardouin, se iban a las cruzadas y, a la vuelta, como por no regresar con las manos vacías, aprovechaban para saquear Constantinopla o hacerse fuertes en el Peloponeso (llamado entonces Morea). Y así fue como el franco citado mandó construir este imponente castillo. Luego los bizantinos se apoderaron de él, le añadieron una  ciudad en torno suyo y la convirtieron en una “Florencia de Oriente”, en un foco de irradiación de la vieja cultura griega (y de la no tan vieja cultura bizantina) hacia todo el Occidente cristiano. Y así llegó aquí el renacimiento...

Pero Mistras, en su corta vida, tuvo numerosos avatares pasando de guerra en guerra y de mano en mano (francos, bizantinos, turcos, venecianos...) hasta quedar convertida en las extensas e impresionantes ruinas actuales. Los turistas (principalmente franceses, que para algo el castillo es franco) sudan la gota gorda subiendo y bajando los empinados senderos que llevan del monasterio al castillo y del palacio a las iglesias. Es una visita dura, para hacer fuera de las horas de máximo calor, pero, para quien visite el Peloponeso, una visita absolutamente imprescindible.

De regreso de la visita, con el cansancio en las piernas y el sudor aún en la frente, aprovechamos para tomar la carretera que se dirige a Kalamata y acercarnos a la garganta de Langhada, en pleno Taigeto, a sólo unos cinco kilómetros de Mistras y a algo más de Esparta. El río está seco en esta época del año, y nada nos diría este áspero y rocoso cauce si no fuera por los recuerdos que llegan a nuestra mente, recuerdos que nos transmiten extraños sentimientos y nos encogen el corazón. Sí, éste es el sitio. Aquí, en el mismo siglo en que Atenas tocaba, con Pericles, la gloria, Esparta, los espartanos, abandonaban a sus hijos enfermos o débiles para que murieran de inanición...

Nacido un hijo, no tenía el padre derecho a criarlo sino que, tomándolo en brazos, debía llevarlo junto a los más ancianos para que estos reconocieran al niño. Si lo encontraban sano y robusto decidían criarlo, mas, en caso contrario, mandaban que se le llevara a las “apotetas”, un lugar profundo junto al Taigeto... porque, si el parto no le había proporcionado un cuerpo bien formado, tanto para sí como para la ciudad, más valía esto que el vivir. (Plutarco: Vida de Licurgo).

La impresión fue intensa, y el regreso silencioso, muy silencioso. Sólo cuando, unos kilómetros antes de llegar a Esparta, vimos anunciado el pequeño cámping “Mystras” nos animamos de nuevo.
- ¿Tendrá piscina?
- Hombre, supongo que sí...
- Sí, sí. ¡Mira!
Estacionamos nuestra “casa” y nos relajamos. Luego, entre mito y chapuzón, entre chapuzón y mito fue pasando la tarde.





1.- La flor citada es una variedad de lirio, y no el jacinto europeo. Por otra parte, la fertilización del suelo por la sangre recuerda el rito de la aspersión consistente en la fertilización del suelo con la sangre de un niño sacrificado. Véase más adelante.

viernes, 2 de agosto de 2013

Gythio: La primera noche


Petrobey Mavromichalis
  
El camino desde Kotronas a Githio lo hicimos vía Areopoli. Ello nos permitió disfrutar nuevamente de su maravillosa plaza y de sus abarrotadas terrazas donde, observados de cerca por la blanca estatua de Petrobey Mavromikalis, aprovechamos para tomar un agradable aperitivo. Desde allí una carretera estrecha, pero bien pavimentada, cruza un suave puerto sobre el Taigetos y accede a la llana franja litoral que bordea el golfo de Laconia.

Lacón era hermano de Aqueo y ambos hijos de Lápato, un rey arcadio que a su muerte repartió el reino entre los dos hijos: la parte Norte correspondió a Aqueo, y se llamó Acaya en recuerdo suyo, mientras que la parte Sur correspondió a Lacón, y ahora lleva su nombre: Laconia.

Unos kilómetros antes de llegar a Githio, la carretera cruza una zona de marismas que una playa de  fina arena separa del mar. Es la zona de los cámpings: uno, dos, tres... y entramos. Había llovido mucho, sin duda, y todo estaba inundado. Los campistas ponían a secar sus húmedas pertenencias e intentaban eliminar el barro de la entrada de sus tiendas; un camión bomba aspiraba los últimos restos de lodo de una profunda zanja y el Sol, colaborando en lo que podía, calentaba con fuerza en un intento por dejar todo nuevamente seco. Y nosotros no nos asustamos (las aguas no podían subir mucho pues el mar estaba al lado) y aparcamos nuestra autocaravana en pleno barrizal.

No nos arrepentimos de nada, y la estupenda playa nos hizo felices durante las pocas horas que pudimos disfrutarla.

El golfo de Laconia, en el Peloponeso
Githio. 

Al parecer, Heracles tenía muy “malas pulgas” y se encolerizaba con facilidad; por eso no es de extrañar que cometiera más de un asesinato inexplicable. Y uno de estos fue el de Ifito, el buen hijo del rey de Ecalia Melanio. Se decía que Autolico, el famoso ladrón, había robado unos bueyes de Melanio, y lo había dispuesto todo de tal manera que todas las pruebas conducían a sospechar que el robo había sido cometido por Heracles. Fue entonces Ifito a visitarle a Tirinto para comprobar la veracidad de tal suposición, y aunque no le dijo nada, Heracles se dio cuenta de que Ifito sospechaba de él. Subióle, pues, a lo alto de una torre y le mostró todas las vacadas que había en derredor, y le preguntó:

- ¿Acaso alguno de esos bueyes es tuyo?
- Ciertamente, no. -Contestó Ifito.
- Entonces, ¿por qué me acusas en tu mente?

Y, al tiempo que hacía la pregunta, daba un empujón a Ifito y lo tiraba desde la torre causándole la muerte.

Después de este asesinato, Heracles se sintió culpable y  tenía pesadillas nocturnas, por lo que decidió visitar a Neleo, en Pilos, para que lo purificara. Pero Neleo, que era amigo de Melanio y se negó. Ante esta situación, Heracles decidió viajar hasta Delfos y preguntar al oráculo de Apolo qué debía hacer para tranquilizar su conciencia. La pitonisa escuchó atentamente su pregunta y contestó:

- Asesinaste a  un huésped y yo no tengo oráculos para los que son como tú.
- Bien, -dijo Heracles- en ese caso me veré obligado a instituir un oráculo propio...

Y arrancando el trípode en que se sentaba la pitonisa, se marchó con él. El asunto era muy serio pues, como es sabido, Apolo no permitía la menor ofensa a cualquiera de sus pitonisas, y, al menos aparentemente, Heracles tenía motivos para sentirse molesto por el tratamiento recibido. Así pues, la lucha fue inevitable y Apolo y Heracles lucharon noblemente sin que ninguno de ellos prevaleciera. Finalmente, tuvo que ser Zeus quien los separara con un rayo, y ellos cortésmente, aceptaron el veredicto y se dieron cordialmente la mano. En señal de reconciliación, ambos fundaron la ciudad de Githio, en cuya plaza ahora se hallan juntas las imágenes de ambos.

Por supuesto que, después de la reconciliación, la pitonisa ya no tuvo inconveniente en emitir su oráculo: en él se condenó a Heracles a servir como esclavo, y durante un año, a la reina Onfale de Lidia.

Hoy Githio es un pequeño centro turístico sin ninguna conexión con el pasado. Su aspecto decadente y sus bellas playas atraen a numerosos turistas alemanes y franceses. Su islita de Maratonisi queda como recuerdo de una noche de amor hace ya mucho, mucho tiempo.

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La primera noche.


Prometeo anunció que el hijo que tuviera la nereida Tetis, cualquiera que fuera su padre, sería más poderoso que él, lo cual, como es lógico, ahuyentó de inmediato a sus pretendientes divinos que no deseaban verse destronados por un descendiente más poderoso que ellos. Ante tal situación, Zeus, Poseidón y los demás dioses tuvieron que buscar a un mortal que aceptara casarse con ella. Y es aquí donde aparece Peleo como el hombre dispuesto a aceptar a ese hijo más poderoso que su padre (parece ser que la voluntad de la propia Tetis no fue tenida muy en cuenta).

Para compensar la afrenta, los dioses olímpicos decidieron asistir a la boda que iba a celebrarse en el monte Pelión, pero, al repartir las invitaciones, voluntaria o involuntariamente, se olvidaron de Eride, la Discordia. Todos se vistieron con sus mejores galas comprendiendo que aquella era una ocasión única para lucir sus palmitos, pues tampoco los dioses tienen demasiadas ocasiones para exhibirse. ¡Había que ver los hermosos trajes de Hera, y de Afrodita, y qué decir del de Atenea! Las tres se sentían reinas indiscutibles de la belleza. Cada una, mirando de soslayo a sus rivales, daba muestras, no obstante, de seguridad en sí misma desafiando con su porte y su andar a las demás.

La Discordia, mientras tanto, sufría su fracaso observando desde lejos la reunión. Pero no estaba dispuesta a pasar desapercibida. Y aquella rivalidad entre las más bellas le dio una idea brillante: cuando más distraídas estaban las tres diosas, lanzó una hermosa manzana de oro con una dedicatoria que decía para la más bella. Ni que decir tiene que las tres diosas intentaron cogerla creyendo, cada una, ser su indiscutible destinataria. Así la discordia estaba servida. Ante el cariz que tomaba el asunto, Hermes avisó rápidamente a Zeus, pero el del poderoso rayo temió inmiscuirse en un asunto de mujeres y dio una opinión poco comprometida afirmando que las tres estaban igualmente bellas. Por supuesto que tal opinión dejó insatisfecha a cada una de las diosas. Acordáronse, entonces, de que en el monte Ida, cerca de Troya, había sido abandonado un niño pequeño y que, criado por los animales salvajes, era perfectamente inocente y nunca osaría mentir. Bueno sería llamarlo y que él emitiera juicio
.
Cuando, veloces como sólo los dioses pueden serlo, llegaron con Paris, que así se llamaba el jovencito, a donde se celebraba la reunión, la tensión era máxima. Hermes, convertido en maestro de ceremonias del divinal concurso, mandó que se retirara todo el mundo para no influir sobre el muchacho, luego le explicó qué se esperaba de él y le deseó suerte. Paris, sin darse cuenta de la trascendencia del juicio que iba a fallar, estaba muy tranquilo.

- Y bien, ¿debo observar a las tres juntas o, mejor, una a una, por separado? -preguntó Paris a Hermes.
- Como prefieras -replicó Hermes.
- Bien, lo haré por separado -comentó Paris, y guiñando un ojo continuó- ¿Y debo observarlas tal como están o sería prudente, tal vez, pedirles que se desnudaran?

Hermes se sorprendió un poco de lo espabilado que parecía el muchacho pero, no queriendo inmiscuirse, dejó que él mismo eligiera como debería ser el concurso. Y Paris, digamos que no queriendo dejarse influir por las vestiduras, optó por la total desnudez de las diosas. Y así, una vez aclarado todo, sólo quedaba comenzar.

Fue la primera la poderosa mujer de Zeus, la nívea Hera cuya belleza y porte eran proverbiales. Aunque la diosa estaba convencida de su victoria pensó que nunca estaba de más asegurarse, así que, sin rodeos inútiles, le prometió a Paris convertirlo en el más poderoso rey de la tierra. Paris se quedó impresionado por la belleza mostrada por Hera y también por su ofrecimiento, pero aunque joven, no se precipitó a emitir juicio.

En segundo lugar se presentó la invicta Atenea, altiva y desafiante. También ella estaba segura de su victoria, no obstante, y por si acaso, ofreció al joven convertirlo en guerrero invencible e inmortal. Paris tomó buena nota, y la oferta le sedujo especialmente, tanto que ya casi tenía tomada la decisión...

Pero faltaba la rubia Afrodita. Las airadas protestas de Hera y Atenea hicieron reaccionar a Paris, y es que Afrodita se presentaba con su famoso ceñidor, lo que la hacía totalmente irresistible. Hubo un momento de tensión... hasta que intervino Hermes calmando a las diosas. Y tras una intensa deliberación, finalmente, Afrodita aceptó quitarse el ceñidor: Atenea y Hera respiraron. Entonces, ya a solas, Afrodita decidió propiciar al máximo al jovencito, y le dijo:

- Si me eliges a mí no habrá mujer sobre la tierra que se te resista. Podrás tener a la más bella del mundo.

Paris pensó por un momento, y luego dijo:

- Bien, ¿y cuál es la mujer más bella del mundo?
- Sin ninguna duda, -contestó la diosa- la rubia Helena, la mujer del lacedemonio Menelao.
- ¿Y será mía?
- Por supuesto.

Y ahí terminó el juicio. Y así comenzó una guerra...

...Pues, abandonados sus queridos bueyes, fuese Paris a Esparta a cobrar su trofeo, y allí encontró a Helena. ¿Se cumplió lo prometido por Afrodita? ¿La raptó Paris? Decía el poeta:

A Helena, sabia como era, un boyero raptóla
¿o ella más bien al boyero raptó con sus besos?

 Sea como fuere, ambos salieron de Esparta y llegaron hasta aquí, hasta la isla de Cránae (actual Maratonisi)(1) donde los amantes fueron sorprendidos por la noche, su primera noche:

-No presumas ya más, satirillo, que un beso no es nada.
-No será nada, pero hay gran deleite en el darlo.
-Me lavo la boca y escupo ese beso enseguida...
-¿Te lavas la boca? Pues trae que de nuevo te bese.
-Besa mejor a tus chotos, que yo no soy muchacha soltera(2).

Y por la mañana, dándose a la vela camino de Ilión, felices y enamorados:

Bogaban alegres...
cortando las salobres espumas con afilada proa...(3)

 Cuando Paris raptó a Helena no esperaba tener que pagar el ultraje: ¿Habían sido los cretenses llamados a cuentas cuando raptaron a Europa para Zeus? ¿Se les había pedido a los argonautas que pagasen por el rapto de Medea en Cólquide? ¿O a los atenienses por el rapto de la cretense Ariadna? ¿O a los tracios por el de la ateniense Oritía? ¿Y qué decir de Hermíone, la propia hermana de Príamo?

Nos gustaba Githio, pero el tiempo se había acabado. Y emprendimos nuestro camino hacia el Norte. 

Pablo, mapa en mano, todavía tuvo tiempo de preguntar:

- No entiendo. Homero dice que Helena y Paris llegaron aquí navegando pero, si venían de Esparta, que está en el interior, y éste es su puerto natural...
- Mira bien y verás que el Eurotas, el río que pasa por Esparta, no desemboca en Githio, sino unos veinte kilómetros más al Este. ¿Quién te dice a ti que el viaje no se hacía, entonces, bordeando el río? Seguramente habrían dejado allí el barco y luego navegaron siguiendo la costa...

- Ya, hacia el Oeste, ¿no? Pero papi, tú sabes donde queda Troya?

No contesté, pero me quedé pensando...




1.-      Dice Paris a Helena, recordando tiempos mejores: ...después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las naves que atraviesan el ponto, y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio. Ilíada III.428

2.- Idilios. Teócrito de Siracusa. Alianza Editorial.

3.- La Eneida. Virgilio Maro.

sábado, 4 de mayo de 2013

Afrodita llega al Peloponeso desde la isla de Citera

 
El nacimiento de Afrodita. (William-Adolphe Bouguereau)
 
Afrodita, diosa del Deseo, surgió desnuda de la espuma del mar y surcando las olas en una venera desembarcó en la isla de Citera; pero como le pareció una isla muy pequeña, pasó al Peloponeso y, más tarde, a Chipre donde las Estaciones, hijas de Temis, se apresuraron a vestirla y adornarla.
Afrodita era la vieja diosa mediterránea que surgió del Caos y a la que también se conocía como Ishtar en Siria y Palestina. Era, por tanto, una diosa extranjera, que llegó a Grecia pasando por la isla de Citera, una etapa en la navegación entre Creta y el Peloponeso. Siempre estuvo relacionada con el mar (nació de la espuma y llegó a Citera flotando sobre una concha) y el amor (se la hace madre, entre otros, de Eros).
Una de sus leyendas más conocidas es la que le hace intervenir en el juicio de Paris (ver Githio) donde triunfa sobre Hera y Atenea; pero esta victoria le supuso embarcar a dos pueblos, y a sí misma, en una guerra. Ella, a diferencia de Atenea, no tenía cualidades guerreras (al contrario: ...brotaban hierbas y flores dondequiera que pisase) por lo que, de su única intervención en Troya salió levemente herida. Zeus se lo dijo bien claro: A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los dulces trabajos del himeneo y deja que Ares y Atenea se ocupen de aquéllas. (Ilíada).
Aunque el juicio de Paris fue fraudulento, todos los dioses estaban de acuerdo en que Afrodita era la más bella. Hasta Zeus, a veces considerado su propio padre, estaba enamorado de ella, pero no queriendo cometer incesto y habiéndose dado ya tantas duchas frías al estilo jesuítico, un día se enfadó y decidió vengarse casándola con el más feo de los dioses, con el cojo Hefesto. Ella aceptó obedientemente, pero luego lo engañaba con el apasionado Ares. Y el amorío, que al principio se llevó con discreción, finalmente acabó llegando a oídos de Hefesto, y he aquí lo que pasó contado por el mismo Homero:
Mas el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: cómo se unieron a Hurto y por primera vez en casa de Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. El Sol, que vio el amoroso suceso, fue enseguida a contárselo a Hefesto, y éste, al oír la punzante nueva, se encaminó a su fragua, agitando en lo íntimo de su alma ardides siniestros, puso encima del tajo el enorme yunque y fabricó unos hilos inquebrantables para que permanecieran firmes donde los dejara. Después que, poseído de cólera contra Ares, construyó esta trampa, fuese a la habitación en que tenía el lecho y extendió los hilos en círculo y por todas partes, alrededor de los pies de la cama y colgando de las vigas, como tenues hilos de araña que nadie hubiese podido ver, aunque fuera alguno de los bienaventurados dioses, por haberlos labrado aquel con gran artificio. Y no bien acabó de sujetar la trampa en torno de la cama, fingió que se encaminaba a Lemnos, ciudad bien construida, que es para él la más agradable de todas las tierras. No en balde estaba al acecho Ares, que usa áureas riendas, y cuando vio que Hefesto, el ilustre artífice, se alejaba, fuese al palacio de este ínclito dios, ávido del amor de Citerea, la de hermosa corona. Afrodita, recién venida de junto a su padre, el prepotente Cronión, se hallaba sentada, y Ares, entrando en la casa, tomóla de la mano y así le dijo: “Ven al lecho, amada mía, y acostémonos, que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos...” Así se expresó, y a ella parecióle grato acostarse. Metiéronse ambos en la cama y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal suerte que aquéllos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros, y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el ínclito Cojo de ambos pies, que se volvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque el Sol estaba en acecho y fue a avisarle. Encaminóse a su casa con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses: “¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo, a mí, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres, que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado en mi lecho y duermen, amorosamente unidos, y yo me angustio al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que ésta es hermosa, pero no sabe contenerse.” Así dijo, y los dioses se juntaron en la morada de pavimento de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra; presentóse también el benéfico Hermes; llegó asimismo el soberano Apolo, que hiere de lejos. Las diosas quedáronse, por pudor, cada una en su casa. Detuviéronse los dioses, dadores de los bienes, en el umbral, y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que tenía más cerca: “No prosperan las malas acciones y el más tardo alcanza al más ágil; como ahora Hefesto, que es cojo y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los dioses que posee el Olimpo, quien tendrá que pagarle la multa del adulterio.” Así estos conversaban. Mas el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló a Hermes de esta manera: “¡Hermes, hijo de Zeus, mensajero, dador de bienes! ¿Querrías, preso en fuertes vínculos, dormir en la cama con la áurea Afrodita?”  Respondióle el mensajero Argifontes: “¡Ojalá sucediera lo que has dicho, oh soberano Apolo, que hieres de lejos! ¡Envolviéranme triple número de inextricables vínculos, y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuviérais mirando, con tal que yo durmiera con la áurea Afrodita!” Así se expresó, y alzóse nueva risa entre los inmortales dioses. Pero Poseidón no se reía, sino que suplicaba continuamente a Hefesto, el ilustre artífice, que pusiera en libertad a Ares. Y, hablándole, estas aladas palabras le decía: “Desátale, que yo te prometo que pagará como lo mandas, cuanto sea justo entre los inmortales dioses.” Replicóle entonces el ínclito Cojo de ambos pies: “No me ordenes semejante cosa, ¡oh Poseidón que ciñes la tierra!, pues son malas las cauciones que por los malos se prestan. ¿Cómo te podría apremiar yo ante los inmortales dioses, si Ares se fuera suelto y, libre ya de los vínculos, rehusara satisfacer la deuda?” Contestóle Poseidón, que sacuda la tierra: “Si Ares huyere, rehusando satisfacer la deuda, yo mismo te lo pagaré todo.” Respondióle el ínclito Cojo de ambos pies: “No es posible, ni sería conveniente, negarte lo que pides.” Dicho esto, la fuerza de Hefesto le quitó los lazos. Ellos, al verse libres de los mismos, que tan recios eran, se levantaron sin tardanza y fuéronse él a Tracia y la risueña Afrodita a Chipre y Pafos, donde tiene un bosque y un perfumado altar; allí las Gracias la lavaron, la ungieron con el aceite divino que hermosea a los sempiternos dioses y le pusieron lindas vestiduras que dejaban admirado a quien las contemplaba.
Tal era lo que cantaba el ínclito aedo...  (Odisea. Traduc.Luís Segalá. Espasa Calpe).
Y dado que Ares salió corriendo para Tracia, el bueno de Apolo tuvo que pagar la multa por el adulterio cometido, pero parece ser que lo hizo de buen grado pues Afrodita, que al parecer estaba de miedo, le recompensó con unos cuantos hijos. El que seguía disgustado era el padre Zeus a quien nunca se le había resistido fémina alguna, ya divina ya humana, incluidas sus propias hermanas. Claro que ésta era su hija... ¡Y, para más "inri" se ponía su famoso ceñidor que, como es sabido, la hacía totalmente irresistible! No aguantó más y pareciéndole poca venganza el haberla casado con Hefesto, ahora decidió perfeccionar su venganza haciendo que se enamorara de un mortal.
Y, a todo esto, el pobre Anquises no sabía nada del asunto. Así que, cuando se le apareció la diosa y hubo de yacer con ella, se asustó: “quien ve a una diosa desnuda, muere por tal osadía”, recordó. Pero Afrodita estaba enamorada de él y le perdonó. Fuese feliz Anquises; mas un día en que había bebido demasiado, escuchó una conversación que ya entonces era frecuente entre los varones:
- Te digo que esa doncella está mucho mejor que la propia Afrodita.
- ¡Qué me dices...!
Y Anquises, un poco bebido, no pudo aguantarse e intervino imprudentemente:
- Pues yo, habiendo yacido con las dos, puedo aseguraros que no hay color...
¡Tremenda arrogancia! Zeus se encolerizó de tal modo que de inmediato lanzó un rayo contra el presuntuoso mortal; y de no haber sido por Afrodita, que interpuso su ceñidor mágico, el pobre Eneas se hubiera quedado sin padre que sacar a hombros de la incendiada Troya.


lunes, 29 de abril de 2013

Yerolimin / Gerolimenas

Gerolimenas / Yerolimin

El nombre es lo de menos: en Grecia, como en China, las traducciones son variadas. Pero el pueblo vale la pena. Tal vez no llegue a los cien habitantes y posiblemente rebase el siglo de existencia por muy poco, pero vale la pena. Por supuesto que no tiene museos ni bancos, sólo una pequeña oficina de correos; ni siquiera grandes playas, sólo una pequeña cala de ásperos cantos rodados, pero vale la pena. Tiene, eso sí, un par de hotelitos regidos por dos primos, y también dos terracitas..., pero, pare Ud. de contar. Y, sin embargo, volvería a Yerolimin mañana mismo. Hay pueblos que atraen a uno misteriosamente, quizá porque están hechos a tamaño del hombre, quizá porque uno allí se siente rey, no sé, son pueblos que llegan al corazón. Después de tomar el sol sobre los cantos rodados de su pequeña playa, después de bañarme en sus aguas increíblemente transparentes..., me parece que hasta el nombre es bonito: Yerolimin..., no se me olvidará, no: Yerolimin...

Después de Yerolimin, la carretera cruza un pequeño promontorio y baja nuevamente hasta el cauce seco de un río. Allí, en su desembocadura, hay una pequeña y solitaria playa de arena de difícil acceso y cuyo atractivo no fue suficiente para hacernos parar: sin duda, las altas torres de Vathia, colgadas de un roquedo en la pronunciada ladera del monte, ejercían sobre nosotros una influencia superior. Sin embargo, el Sol del atardecer aplastaba las casas contra la ladera y les hacía perder una parte de su belleza. Si volvemos a Vathia que sea al amanecer, nos dijimos, y continuamos nuestro viaje.

Más allá de Vathia, sólo el fin del mundo, el Finisterre griego, el comienzo del infierno. Allí está el cabo Ténaro, y allí la cueva que, con la de Efira y el Eveno, forman las tres entradas al Erebo. Luego hay un largo y oscuro pasillo y, al final, las profundas y fétidas aguas de la laguna Estigia. Pero no quisimos seguir. Con la hermosura de este mar azul, o del cielo pintado de ámbar por el lejano Sol de la tarde..., ¿qué mejor que elevar nuestra vista por encima de la oscuridad, por encima de la noche que nos ofrece la madre tierra?

Tomamos pues el camino de regreso, el que ha de llevarnos hacia el pueblo turístico de Kotronas donde pensamos dormir. La carretera, en su intento por cruzar las últimas estribaciones de las montañas maniotas, sube hasta los impresionantes pueblos de Sikalia y Lagia desde donde la vista se extiende sobre el mar inmenso llegando, incluso, hasta la isla de Citera.