sábado, 30 de enero de 2010

Héroes solidarios: El manco de Lepanto

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El domingo 7 de Octubre de 1571 tuvo lugar el enfrentamiento entre las armadas turca y cristiana en el golfo de Patras, frente a la punta Escrofa y no lejos de la isla Oxia ni de la desembocadura del Aqueloo. Las tropas aliadas, provenientes de Cefalonia, avanzaban al encuentro de las musulmanas que, muy de mañana, habían partido de Naupakto (la medieval Lepanto), y esperaban en orden de combate.

Mandaba las 209 naves de la escuadra cristiana Don Juán de Austria, un mozo de veinticuatro años, guapo, apuesto, de ojos azules, y tan atlético que podía nadar con la armadura puesta(1). Don Juán, a pesar de la edad, ya tenía cierto prestigio militar, pues había participado en la reciente guerra de las Alpujarras donde había combatido valientemente. No obstante, el Rey Prudente, haciendo honor a tal apelativo, puso a su lado a militares de gran prestigio como Luis de Requesens o Alvaro de Bazán. En frente, y con viento a favor, la escuadra de Selim II a cuyo mando estaba el famoso Alí Pachá, con sus 275 naves, sus 750 cañones y sus 34.000 jenízaros. Según el propio Cervantes todas las naciones creían que los turcos eran invencibles por la mar.

No, como vimos, no nos fue fácil llegar a la punta Escrofa (es más, ni siquiera estamos muy seguros de haber llegado finalmente a esa o a otra punta...) pues no existe más que un estrecho y difícil camino que lleva hacia el mar. Pero, una vez allí, cuando contemplas el rizado mar azul y te imaginas aquel siete de Octubre, sientes que ha valido la pena.

Mariló toma su permanente vídeo y Pablo, en plan locutor televisivo, se coloca delante del inmenso telón azul marino y se prepara para contarnos la batalla. Carraspea, ensaya un par de veces y recibe los últimos consejos. Al fin, todo listo y... ¡acción!

Detrás de mi está el llamado golfo de Lepanto, que también podría llamarse golfo de Patrás. La armada aliada había salido muy temprano de Cefalonia y, con viento en contra, apareció por allí, por mi izquierda. La armada turca se había aprovisionado en Lepanto y, a favor de viento, apareció por allí, por mi derecha, encontrándose por sorpresa con los cristianos. Ambos ejércitos formaban de manera parecida: tres cuerpos principales alineados y enfrentados, y un cuerpo de reserva. Los aliados incorporaban también unas pesadas galeazas que eran como fortalezas flotantes llenas de cañones pero totalmente inmanejables: tenían la ventaja de poder disparar en cualquier dirección y su misión principal era la de romper el orden de batalla de la escuadra enemiga.


Serían las diez de la mañana cuando ambas escuadras se avistaron. El ala Norte turca, la más próxima a nosotros, se desplazó aquí, hacia la costa y, ayudada por el viento a favor, intentó colarse por esta zona de poco calado con el fin de envolver a los cristianos. Pero Barbariego, que mandaba el ala, reaccionó con prontitud y les bloqueó el paso, quedando los turcos inmovilizados frente a la costa. A su vez, el ala Sur turca intentó un movimiento simétrico al realizado por el ala Norte y con la misma finalidad. También el resultado fue el mismo: el ala cristiana mandada por Andrea Doria hizo un movimiento equivalente y cortó el paso al ala Sur turca. A su vez, en el centro, las galeazas, impulsadas por un viento que ahora había rolado al Sudoeste, pronto se cruzaron con los navíos turcos sin producirles demasiados daños pero obligándoles a descomponer el orden de combate. Finalmente, los dos cuerpos centrales, mandados respectivamente por Don Juán de Austria y Alí Pachá, se encontraron sin que, en principio, existiera una clara superioridad de uno u otro bando.

Fue hacia las once de la mañana cuando la escuadra cristiana de reserva, mandada por Álvaro de Bazán, entra en apoyo del ala central y comienzan a decidir la batalla. Mientras, el ala Sur, cumplida su misión de impedir que los turcos hicieran la maniobra de envolvimiento, se aproximaron también hacia el centro. Hacia las doce la suerte de la batalla parecía decidida: el ala Norte y parte de las naves centrales turcas se daban media vuelta y huían mientras el resto, en una buena maniobra, logran cruzarse con las aliadas y huir hacia el Oeste, por allí, hacia Cefalonia. Era poco más de mediodía y todo había terminado...

En la batalla de Lepanto participó el genio de las letras Don Miguel de Cervantes, quedando inútil de su mano izquierda (¡menos mal que fue la izquierda!). El día de la batalla yacía en la enfermería aquejado de malaria, pero, a la hora del combate, subió valientemente a cubierta diciendo que más quería morir peleando por Dios e por su rey que no meterse so cubierta. Dos arcabuzazos le hirieron en el pecho y en su mano izquierda, dejándosela inútil y encogida, herida que puede parecer fea, pero que él tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos(2).


Y regresamos a la carretera secundaria que, por Etolikón (un bello pueblo medieval con algo de turismo), debía llevarnos a una ciudad anodina pero convertida en símbolo de la independencia helena. Por el camino, los comentarios, los análisis y, otra vez, los consejos:

- Sí, te salió muy bien. Pero tienes que corregir lo de girarte al señalar: cuando miras hacia otro lado no puedo gravar el sonido, sólo puedes mirar cuando no estás hablando....
- Pues hazlo tú, ya que lo haces tan bien...
- No, hombre no, no es eso. Lo haces muy bien, pero todo se puede mejorar...
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1.- Grandes batallas. Juán Eslava Galán. Planeta.
2.- Cita tomada de Grandes batallas. Juán Eslava Galán. Planeta.

domingo, 10 de enero de 2010

El Aqueloo

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El río Aqueloo aparece ante nosotros de forma inesperada. Un moderno puente de hormigón armado sobrevuela el amplio cauce de aguas turbias y nos traslada al otro lado, a la provincia de Acarnania. Allí, junto a la orilla, nos detenemos para observar el tranquilo discurrir de este poderoso dios-río, para sentir su imponente majestuosidad y para transportarnos a aquellos tiempos en que la imaginación popular le hacía centro de numerosos mitos.


Como parece lógico, aunque no haya coincidencia entre las distintas versiones existentes, el dios-río Aqueloo debía ser hijo de Océano y de Tetis, y era famoso y temido en toda Grecia hasta el punto de que el oráculo de Dodona recomendaba a todas sus visitantes que realizaran la primera ofrenda siempre a ese dios. Y, ciertamente, en todas partes se juraba en su nombre. Sus aventuras fueron numerosas, pero, dada nuestra proximidad a Calidón, nos detendremos sólo en la que le relaciona con Deyanira, la hija de Eneo, el rey de la localidad citada.


El rapto de Deyanira, de Guido Reni

Deyanira debía ser muy hermosa por lo que Aqueloo no tardó en enamorarse de ella. Sin embargo, Meleagro (véase más adelante), el fallecido hermano de la muchacha, con ocasión de la visita de Heracles al Erebo, había pedido a éste que desposara a su hermana, y el héroe se había comprometido a ello. Así que la lucha entre los dos pretendientes era inevitable. Inevitable y terrible: Aqueloo se transformó sucesivamente en serpiente y en toro, pero, ni así consiguió vencer al hijo de Alcmena. Es más, en un momento de la lucha, Heracles le asió de uno de los cuernos y se lo arrancó de cuajo. Al final, el dios-río tuvo que abandonar sus pretensiones sobre Deyanira y la joven pudo casarse con Heracles lo que, como es sabido (véase "Así combatiremos a la sombra"), causó la trágica muerte del héroe.

Y dicen, aunque quizá no sea verdad, que el cuerno de Aqueloo, relleno de toda clase de frutos por las ninfas del río, se convirtió en la famosa cornucopia o cuerno de la abundancia. Pero, decíamos que no debía ser verdad porque la auténtica cornucopia parece haber sido el cuerno de la cabra Amaltea, la que amamantó al Zeus niño, y no éste del río Aqueloo.


Y cuando terminamos la historia, vieja como el mundo, del triángulo amoroso entre Deyanira y sus dos pretendientes (que acabó, como era de esperar, con el enfrentamiento entre los dos enamorados), todavía nos entretenemos un rato bajo los umbrosos chopos de la orilla, charlando y recordando a los héroes míticos que conquistaron esta tierra.
 
Alcmeón, uno de los epígonos que participaron en la toma de la ciudad de Tebas, había matado a su madre Erifile por haberle embaucado para que tomara parte en aquella cruel expedición (Alcmeón se enteró de que su madre le convenció tras haber sido sobornada con el famoso collar que había sido de Harmonía. Véase Cadmo y Harmonía, en Tebas). Como consecuencia del matricidio, fue perseguido por las Erinias y tuvo que huir hasta Psófide donde el rey Fegeo le purificó. En agradecimiento, Alcmeón se casó con su hija Arsínoe a quien regaló el célebre collar. Pero las Erinias continuaron persiguiéndolo, por lo que, abandonando Psófide, huyó hasta Tesprotia; y como allí fue rechazado tuvo que cruzar el Aqueloo para establecerse aquí, en su orilla oriental, en Acarnania. Luego se casó con Calírroe, hermana de las ninfas Castalia (véase la fuente Castalia en Delfos) y Pirene (véase la fuente Pirene en Corinto), todas ellas hijas de Aqueloo, el dios-río.

Pero, a petición de su nueva esposa Calírroe, Alcmeón pretendió recuperar de su anterior mujer el insigne collar; ello molestó a Fegeo quien, con la ayuda de sus hijos, mató a Alcmeón. Calírroe, ahora sola y con dos hijos pequeños (llamados Acarnán y Anfótero) y deseando vengar la muerte de su marido, pidió a Zeus que los niños se hicieran adultos en una sola noche. El padre de los dioses, después de aprovechar la ocasión para hacerse amante de la solitaria ninfa, accedió a su deseo, y los niños se hicieron mayores de inmediato, declararon la guerra a Fegeo y mataron tanto a él como a sus descendientes.


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Años más tarde, Acarnán, el heredero de Alcmeón, deseando casarse con Hipodamía, la hija de Enomao, acudió a Pisa como pretendiente, y allí, al parecer, fue muerto por Enómao en una de sus sanguinarias carreras de carros (véase, más adelante, Pélope y Enomao). Pero, estas tierras bañadas por el Aqueloo todavía conservan el nombre de Acarnania en recuerdo del héroe.

El puente sobre el Aqueloo está a unos pocos kilómetros de su desembocadura. Nosotros, queriendo acercarnos a la costa, tomamos el primer desvío que salía hacia la derecha, pero no llevaba a ninguna parte. Luego tomamos el segundo, y el tercero... ¡Cuántos esfuerzos para acercarnos de nuevo a la costa! Una y otra vez debíamos reandar lo andado, pues el camino se acababa o se volvía intransitable o retornaba al punto de partida. Pero queríamos llegar, teníamos que llegar a la punta Escrofa, a ese punto desde el que divisar las onduladas aguas sobre la que se desarrolló la mayor batalla que vieron los siglos.